De la Administración número 45 de Estados Unidos, Donald Trump ha saltado a la 47, con un ínterin demócrata que los libros de historia, al parecer, juzgarán controvertible. Pero Joe Biden y su pretendida sucesora, Kamala Harris, solo son culpables en la medida en que jamás supieron descifrar a quién enfrentaban. Incluso cuando el 46º presidente le ganó por los pelos al candidato republicano en 2020, lo hizo sin advertir el tipo de reacción que su frágil victoria estaba desencadenando.



Hasta dónde la saga de Trump califica como “fenómeno político” es algo relativamente sencillo de determinar, siempre y cuando la entendamos, abusando de la precisión, como un fenómeno concreto de liderazgo político. Desde esta perspectiva –académica, si se quiere, pero también realista–, el presidente electo de EE UU constituye una verdadera ruptura con la tradición política de su tiempo: nueva y potente narrativa, un posicionamiento de relámpago, proyección personalista de nuevas expresiones colectivas, novedosos sistemas y códigos comunicacionales, agresividad en la táctica y sorprendente coherencia en la estrategia general.

Trump no es un intelectual de la política ni le creo capaz de sostener, con razonamientos científicos o morales, muchas de las cosas que dice. Pero tiene algo que vale oro en esta época de comunicación instantánea y criterio difuso: entiende lo que sus votantes necesitan, y él se los devuelve convertido en retórica. Aunque parezca estrambótico, ha hecho que sus electores –76 millones, ni más ni menos– compren su forma de hablar y de actuar como una nueva forma de “autenticidad”. Ni Joe Biden ni Kamala Harris, hechuras del sistema político americano, pueden presumir de eso.



Los cuatro años que estuvo fuera del poder, Trump se mantuvo en campaña permanente. En realidad, nunca ha dejado de ser candidato, pues su pirotecnia de ofertas y promesas ha llenado su boca desde 1987, cuando empezó a hablar de política en público. Pero además, Donald J. hizo la tarea de “escuchar la calle”: identificar los dolores de la gente al tiempo que les ofrecía la pastilla milagrosa para esas dolencias. Así fue que los demócratas fueron socavados en sus propios cimientos: la clase trabajadora, los latinos, las grandes capas medias suburbanas, los ciudadanos que se cansaron de hallarse expendedores de tampones en los baños para hombres o ver a atletas trans destruir las carreras de decenas de mujeres en deportes tan biológicamente exigentes como el boxeo o la natación.

Pero si Trump es un fenómeno político reconocible, el enigma de lo que hará en su segundo y último período presidencial ha desatado toda suerte de comentarios: desde los gritos histéricos que adelantan la llegada del apocalipsis, hasta los fanáticos trumpistas que ven en el republicano una especie de “instrumento divino” contra las siete plagas de Egipto. La serenidad y el análisis equilibrado no se exhiben en abundancia.

Lo cierto es que el presidente electo de EE UU debe interpretar muy bien los números con los que ha ganado, por muy contundentes que parezcan a simple vista. En 2020, cuando perdió su reelección contra Biden, se agenció poco más de 74 millones de votos populares. La diferencia en relación a 2024 no sería, pues, colosal. El desplome ocurrió en el bando demócrata. De los 81 millones de votos populares que Biden obtuvo hace cuatro años –una cifra que lo convierte, hasta hoy, en el candidato estadounidense más votado de la historia–, Harris perdió más de 7, cayendo a 74.

La vicepresidenta empeoró los números de Biden en 47 de los 50 estados de la Unión Americana, y en los únicos tres donde sí los mejoró, igual los perdió frente a Trump. El tan liberal estado de California es muy gráfico: Harris ganó apenas 5,5 millones de votos frente a los más de 11 que había cosechado Biden. Y no se olvide que este año votaron menos personas que en 2020: aquella vez, en pandemia, acudieron a las urnas unos 158 millones de ciudadanos, mientras que hoy la presencia electoral disminuyó a 140 millones.

Por tanto, si Trump y su equipo saben leer estos resultados, deberían admitir en privado que este histórico triunfo indicaría, antes que un apoyo incondicional a su agenda, un rechazo categórico a la agenda política del adversario. Y en el movedizo terreno de la política, donde las victorias arrolladoras pueden resultar tan difíciles de manejar como las derrotas, evitar la tentación de percibirse más respaldado de lo que ha sido en realidad sería un signo de madurez atípico en Donald Trump.

¿Qué esperar entonces? Eso dependerá de la combinación de varios factores: la capacidad del equipo humano que rodee al Presidente, las prioridades que se elijan frente a la dinámica (tan cambiante) de las circunstancias, el buen desempeño del sistema de balances que ha sabido limitar (hasta hoy) el ejercicio del poder en Estados Unidos, la creatividad con que los demócratas encaren su urgentísimo proceso de renovación, y, algo muy importante, el sentido de legado personal con que Trump quiera ser recordado en los libros de historia.