Cada mes de octubre, en el ámbito académico y cultural hispanoamericano, se revuelve el debate sobre nuestra “herencia hispánica”. Durante mucho tiempo –demasiado, tal vez–, escritores, catedráticos y poetas (que no historiadores) usaron el llamado “Mes de la Raza” para alimentar con bulos la “Leyenda Negra Española”, que resumiendo mucho no es otra cosa que afirmar que los periodos de “conquista” y “colonia” en el sur del continente americano deben entenderse como sinónimos de invasión, despojo, imposición y genocidio. Sin matices.



La hoy tristemente célebre reconstrucción ¿histórica? emprendida por el uruguayo Eduardo Galeano (1940-2015) en su libro Las venas abiertas de América Latina (publicado en 1971) es una especie de “culminación bibliográfica” de esta mitología ideológica de izquierda. Buen periodista y excelente escritor, Galeano no era precisamente un investigador riguroso: su famosa obra es incapaz de resistir hoy el menor análisis científico, tan llena de patrañas y camelos como se encuentra.

En el campo político, el torpe desafío del expresidente López Obrador en México, exigiendo al Estado español que se disculpara “por los excesos cometidos durante la conquista”, halló su triste consecuencia en la penosa y unilateral medida “diplomática” de no invitar al rey Felipe VI a la ceremonia de asunción de Claudia Sheinbaum. Imagino que la nueva mandataria, como su predecesor, se creyó completo el cuento de Galeano: “La verdadera realidad del opresor solo se puede ver desde el oprimido”.



Esta frase del escritor uruguayo, como consigna, es efectiva; sin embargo, para describir la verdadera historia de la llegada de los españoles a América, rezuma dosis iguales de prejuicio e ignorancia, justificables únicamente a partir del sesgo ideológico de Galeano. En una buena academia de historia, digamos, un estudiante que presentara una tesis como Las venas abiertas de América Latina ¡habría sido reprobado!

El pasado mes de octubre –este año se conmemoran los dos siglos de la promulgación de la primera Constitución Federal de la República Mexicana (4 de octubre) y dos siglos también del primer Congreso de la República Federal de Centro América (instalado el 9 de febrero) y de la primera Constitución de El Salvador (12 de junio), pionera en el istmo–, las conversaciones entre historiadores y académicos fueron particularmente intensas. Y no porque el generalizado consenso entre investigadores y especialistas señale que López Obrador y Sheinbaum tengan razón en sus reclamos, sino porque es justo al revés: carecen de toda base histórica.

Zunzunegui. “Lo que estamos viendo es un conflicto artificial del Gobierno mexicano y un intento de distracción”. Zunzunegui, él mismo producto de una mezcla de sangres (vasca, mexicana, austriaca y otomí), sabe de lo que habla. Autor de numerosos libros de agudo revisionismo histórico, es también licenciado en Comunicación, maestro en Humanidades, tiene una especialidad en Filosofía de la Universidad Iberoamericana, posee un posgrado en Marxismo y Materialismo Histórico de la Complutense de Madrid –conoce, pues, al “enemigo”– y cuenta con un título en Religiones Monoteístas otorgado por la Universidad Hebrea de Jerusalén. Para “colmo”, es músico y poeta. Es decir, quien quiera enfrentarse a alguien como él, le conviene tener a mano algo más que las páginas amarillistas de Galeano.

Pero Zunzunegui no está solo en su tarea. Le acompañan otros notables historiadores del nuevo continente, de la talla del argentino Marcelo Gullo Omodeo (polémico también por sus folclorismos taxativos), del nacionalizado estadounidense Rafael de Ory Cristelly (especialista en el aporte decisivo de España a la independencia de EE UU), del salvadoreño Pedro Escalante Arce (sin discusión, el hispanista más reconocido de su país y Premio Nacional de Cultura), del texano Stanley G. Payne (notable especialista en las trayectorias paralelas del fascismo y el comunismo), del mexicano Fernando Cervantes (catedrático de historia en universidades británicas), de la argentina Claudia Peiró (licenciada en Historia y periodista de fuste), del lagunero Enrique Sada Sandoval (colaborador habitual de la barcelonesa Real Academia Europea de Doctores) y hasta del cubano Roberto Fernández Retamar (nada sospechoso de pretender socavar la narrativa histórica de la izquierda).

Pero es que la “Leyenda Negra Española”, con las disculpas, ya no se sostiene. Sumando toda la información disponible ahora, es poco menos que un disparate llamar “genocidio” a la violencia ejercida por los exploradores españoles en América o comparar la presencia hispánica en nuestras tierras con el verdadero proceso de “colonización” que ejecutaron los ingleses en el futuro Estados Unidos, o los belgas en el Congo (durante la Administración personalista de Leopoldo II), o los alemanes con vocación extractiva en la actual Namibia (encabezados por el carnicero Lothar von Trotha), por citar solo tres ejemplos brutales. Cualquiera de estas equiparaciones, sencillamente, hacen saltar por los aires las tesis antiespañolas.

Sea como sea, lo interesante de estos intercambios entre investigadores y especialistas, a un lado y otro del Atlántico, es que podrían sugerir la ruta de un diálogo amplio y honesto, sin estorbos ideológicos, con enorme potencial de unificación de países y regiones, todo ello desde un concepto que merece cualquier esfuerzo de reivindicación histórica y cultural: la hispanidad. ¿Es que puede imaginarse la fuerza, el empuje, el vigor creativo que tendría una enorme alianza pluricontinental que tuviera por objetivo la instalación de un nuevo imaginario colectivo hispánico, orgulloso de su pasado compartido, de sus sólidos fundamentos éticos y de su común lengua castellana?

Porque urge corregir, de una vez por todas, a escritores como Eduardo Galeano. La historia del mundo no es la síntesis de una lucha interminable entre “opresores” y “oprimidos”; a veces, también es el resultado de procesos de mestizaje e inculturación que tuvieron éxito a pesar de sus puntuales errores y más allá de la ignorancia de nuestros políticos de turno.