En El Salvador, enfermarse se ha convertido en un acto de fe, una mezcla entre esperanza celestial y resistencia humana. Es como jugar a la lotería: uno nunca sabe si va a salir con diagnóstico, con medicina o con una cita para dentro de medio año. Y, aun así, los salvadoreños seguimos creyendo que “todo va a estar bien”, aunque el cuerpo diga lo contrario. En este país, la salud no solo es un derecho constitucional, sino una especie de deporte extremo, donde los pacientes hacen fila desde la madrugada, con su termo de café y su rosario, esperando que ese día el sistema tenga misericordia.
Porque aquí, si uno logra conseguir cita y que el médico esté presente, ya se siente bendecido. Y si además hay medicina… eso ya se considera un milagro digno de documentarse. Mientras tanto, los hospitales privados parecen otro universo paralelo, donde el aire acondicionado sopla como un suspiro hermoso y los pacientes salen con tratamiento, diagnóstico y hasta un chocolatito de cortesía. Allí nadie espera seis meses; lo más que esperan es la factura. Y así, entre las paredes pulcras del sistema privado y las salas abarrotadas del sistema público, se revela una realidad dolorosamente cómica.
En El Salvador, solo se enferman los que pueden pagarlo. Los demás simplemente resisten, sobreviven y se automedican con el optimismo que les queda. En los hospitales públicos, las recetas médicas se han vuelto piezas de colección. Uno sale del consultorio con una lista que parece un poema: amoxicilina, ibuprofeno, omeprazol. La enfermera sonríe y dice: “vaya a la farmacia”. Pero al llegar, la historia cambia: “no hay, está en proceso de abastecimiento”. Esa frase es ya patrimonio cultural de la salud salvadoreña. En ese momento, el paciente guarda la receta como quien guarda una reliquia.
Sale caminando con la dignidad intacta, aunque con el estómago vacío. En casa, improvisa su tratamiento: té de ruda, vapor de eucalipto, alcohol con alcanfor, y mucha fe. Y si nada de eso funciona, dice resignado: “si Dios me quiere llevar, ni el seguro me salva”. El humor es la anestesia de los pobres. En el sistema de salud pública, las esperas son tan largas que algunos pacientes terminan curándose solos antes de ser atendidos. Otros, lamentablemente, ya no llegan. Pero nadie pierde el sentido del humor. En la sala de espera, se oyen conversaciones que podrían inspirar novelas.
“Miré, yo vine por la presión alta, pero con esta espera ya se me bajó”. O aquel clásico: “me duele el riñón, pero peor sería el bolsillo si me voy a una clínica”. Y así, entre risas, el salvadoreño le pone sabor a la tragedia. Porque aquí, reírse también cura. Los hospitales nacionales son verdaderos templos del realismo mágico. Hay ventiladores que suenan como helicópteros, camillas que chirrían como puertas del más allá, y mosquitos que parecen internos de medicina haciendo prácticas. Las enfermeras, con heroísmo que no cabe en una bata, hacen milagros con lo que hay: un termómetro viejo, dos gasas, y mucha vocación.
Y aunque el sistema se caiga a pedazos, ellas siguen atendiendo con una sonrisa que vale más que cualquier medicina. Porque el verdadero milagro salvadoreño no está en los medicamentos, sino en el personal médico que lucha cada día contra la escasez, la burocracia y el olvido. Conseguir una cita médica en el sistema público es como ganar un sorteo. “Su cita con el especialista está programada para mayo”, le dicen al paciente, mientras este revisa el calendario y descubre que apenas es octubre. El optimismo no se pierde: “bueno, ojalá llegue vivo”, murmura.
Y si el día de la cita el médico no llega porque “está en capacitación”, el paciente suspira y vuelve a casa, resignado a sobrevivir tres meses más. En cualquier otro país eso sería un escándalo; aquí es rutina. El salvadoreño se adapta a todo, incluso a la espera. El enfermo pobre, sin saberlo, se ha vuelto filósofo. Aprende a aceptar la enfermedad con una mezcla de humor y sabiduría popular. “Este dolor va y viene, como mi suerte”, dice don Pedro, mientras se toma un té de manzanilla porque “el doctor dijo que reposara, pero no explicó cómo hacerlo sin dejar de trabajar”.
En cada barrio, la salud se defiende con creatividad: la vecina que recomienda ajo para la presión, el compadre que cura con aguardiente, y la abuela que asegura que “todo mal se va con sudor”. Y si el remedio no funciona, pues al menos se intentó, porque en este país la esperanza es más barata que la medicina. El diagnóstico del sistema de salud es claro: padece de escasez crónica, anemia presupuestaria y fiebre de indiferencia. Pero no todo está perdido. A pesar del caos, hay enfermeros que trabajan sin dormir, médicos que atienden con el corazón y pacientes que, entre dolores y bromas, siguen creyendo que un día las cosas mejorarán.
Porque si algo caracteriza al salvadoreño, es su capacidad de reírse incluso cuando el cuerpo no da para más. Y ahí está la clave: el humor como resistencia, la fe como tratamiento, y la esperanza como medicina universal. Porque, aunque el sistema no tenga medicinas, el pueblo sigue teniendo alma. En el fondo, la salud no se cura solo con pastillas, sino con dignidad. No se trata de pedir milagros, sino de exigir humanidad. Que los hospitales sean lugares de alivio y no de resignación. Que las citas no sean promesas para el próximo semestre, sino oportunidades de vida.
Como dice la Biblia —con sabiduría que trasciende los siglos—: “El corazón alegre constituye buen remedio; mas el espíritu triste seca los huesos.” (Proverbios 17:22). Y quizá ahí esté el secreto del salvadoreño: seguimos riendo, seguimos luchando, seguimos vivos. Porque, aunque la salud en El Salvador esté enferma, el corazón del pueblo todavía late fuerte. Y mientras eso siga así, aún hay esperanza de que un día el sistema también despierte… aunque sea después de su larga cita pendiente con la justicia social.
* Jaime Ramírez Ortega es abogado