A la muerte de Alejandro Magno, en el año 323 antes de la era común (a.C), sus generales se repartieron el poder y el territorio del vasto imperio creado por su Emperador, desde Macedonia hasta la India. Próximo a cumplir sus 33 años, murió en Babilonia a consecuencias de una herida causada por un lanzazo agravado por una enfermedad que se cree, se asemejan a una vulgar difteria. Junto a él fue enterrado su famoso caballo Bucéfalo, porque nadie más podría montarlo en las batallas o en la paz, según narra la tradición.



Lo cierto es que en una esas divisiones territoriales, 150 años después de su muerte, la dinastía Seléucida que competía con la Ptolemeica (a la que pertenecía la muy conocida Cleopatra) reinaba en un vastísimo territorio del Medio Oriente, entre el cual se encontraba el reino de Judea con su capital en Jerusalén.

En consecuencia, Judea era un territorio ocupado, y su capital Jerusalén, el centro de la actividad económica, política y religiosa de los judios, donde se encontraba el Templo ordenado reedificar por el rey persa Dario I en el 515 a.C, sobre las bases del Templo de Salomón (También conocido como el Primer Templo) que el rey babilónico Nabucodonosor I ordenó destruir cuando ocupó Judea en el 586 a.C.



Cuatro siglos después, un descendiente de uno de los generales de Alejandro Magno, el rey Antíoco IV Epífanes, un tirano a la manera de lo que hoy podría considerarse un Daniel Ortega o un NIcolás Maduro cualquiera, se valió de aquellos judíos helenizados, cohabitantes con el ocupante, para ir imponiendo sus usos y costumbres y, sustituyendo a Yahvé por Zeus y su multiplicidad de pícaros dioses y diosas.

El hecho es que Antíoco Antífonas “entró con insolencia en el santuario, se llevó el altar de oro, el candelabro de la luz, las copas, los incensarios de oro, las cortinas, las coronas de plata, y publicó un edicto ordenando que todos fueran un solo pueblo, y abandonaran cada uno sus peculiares costumbres, dejar a sus hijos incircuncisos, porque el que no cumpliera lo ordenado, moriría...” (Macabeos 1).

Muchos judíos helenizados o neutralizados en sus costumbres ancestrales, se plegaron a una convivencia oportuna con el opresor, amenazando desaparecer el sentido nacional al cohabitar con el tirano y su modo existencial, dormir con el enemigo, como también se conoce en el lenguaje coloquial esta unión contranatura.

En estas circunstancias tan particulares, que se asemejan a la Nicaragua de Daniel Ortega o la Venezuela de Nicolás Maduro, irrumpió en Judea un hombre de fe, Matatías, que cambió la historia de la nación judía (Macabeos 1, 10-54).

Matatías, un saduceo de la clase sacerdotal, ante los desmanes del tirano, abandonó Jerusalén y se retiró con sus cinco hijos a Modin (ciudad situada a unos 30 km de Jerusalén). Allí se presentó un enviado de Antífonas acompañado de soldados, para hacer cumplir las disposiciones del rey e invitó a Matatías en su carácter de guía espiritual que hiciera sacrificios en el altar a los dioses del Olimpo, ante lo cual se negó. En esta situación que amenazaba con una reacción violenta por parte de la soldadesca, se adelantó un judío a cumplir la orden. Ante ello, Matatías se interpuso, sacó su espada y le mató, al igual que al enviado del rey y a los soldados que le acompañaban. Hecho esto, huyó a la montaña con sus cinco hijos y, tres años después, en el 165 a.C. los macabeos (martillos, apodados así por su pueblo) celebraron la liberación de Judea en el Templo de Jerusalén.

Allí nació la conmemoración de ese hecho liberador y milagroso, conocido como la Fiesta de las Luces, Luminarias o Janucá, que el próximo 25 de diciembre celebramos o deberíamos hacerlo por igual, judíos y cristianos.

Los judíos son muy dados a celebrar con entusiasmo y respeto sus fiestas conmemorativas, que marcan su historia espiritual y corporal como el Yom Kipur, Purim, Shabat o Janucá.

No obstante, y como hecho curioso, los libros de los Macabeos curiosamente no aparecen en la Biblia hebrea; ni en la Torá, el Tanaj o el Talmud. Pero sí forma parte del canon de la Biblia cristiana católica, ortodoxa, luterana, y en general las protestantes.

Curioso, porque es una de las más alegres y significativas fiestas judías, con su candelabro de nueve brazos y, como todas sus festividades, conlleva una conmemoración de una liberación humana terrenal, espiritual o conceptual.

Cuando los macabeos se liberan del opresor del pueblo y profanador del Templo, sacan del recinto todos sus dioses y símbolos paganos que lo profanaban, y proceden a dar gracias al Creador encendiendo durante siete días una lámpara de aceite, solo que el poco aceite encontrado junto a una lámpara bastaba solo para unas cuantas horas de la noche; debaten sobre qué hacer y deciden encenderla de todas formas. A la mañana, al despertar ven con sorpresa que la lámpara seguía encendida, y así durante ocho días seguidos.

¿Por qué no se encuentra esta narración histórica-religiosa tan importante en el canon hebreo? Hay varias explicaciones, pero una de ellas, la más aproximada, es que cuando se fue a escribir años después este pasaje, el escribano era de tendencia farisea, y los macabeos saduceos, o clase sacerdotal; unos apegados a la tradición escrita y otros a la tradición oral, entre otras diferencias; pero cada uno muy celoso de su interpretación.

No obstante, la celebración de la Janucá conforma y es consustancial con la tradición y el rito hebreo cualesquiera fuere su tendencia, por lo que no dudo que la realidad se impondrá ante un error del pasado.

De esta reflexión se desprende que la liberación es la esencia, la razón de ser del cristianismo y del judaísmo, del hombre; y que en su paralela lucha existencial la debilidad humana se encuentra presente. El dejar pasar por la seguridad actual, el evitar el enfrentamiento para subsistir, sea por comodidad, ignorancia, debilidad o conveniencia. Como los judios de aquel entonces que optaron por subsumirse y disfrutar de la paz y prebenda ofrecida por el tirano, que obligó a hombres como Matatías y sus hijos a optar por enfrentar, luchar y vivir o morir hasta alcanzar la libertad.

Quizás, por ello, esta conmemoración de Janucá nos llega de cerca a los venezolanos en tan angustiantes momentos existenciales, cuando muchos prefieren una esclavitud cómoda y segura mediante la cohabitación, reconciliación o complicidad disfrazada de oportunidad, antes que la ruptura definitiva, sin dobleces frente al tirano y su pretensión de absorbernos o inhibirnos por miedo, comodidad o complicidad mimetizada en conciliación.

Cada vez que llega esa tentación, hay que recordar e invocar a los Macabeos y sus luces encendidas.

* Juan José Monsant es exembajador de Venezuela en El Salvador