Juan Chacón, Manuel Franco, Enrique Escobar, Humberto Mendoza y Doroteo Hernández eran integrantes del Frente Democrático Revolucionario –el FDR– que presidía Enrique Álvarez Córdova. El primero era un joven campesino y secretario general del Bloque Popular Revolucionario; el segundo, dirigente estudiantil y de la Unión Democrática Nacionalista que era la “cara pública” del Partido Comunista Salvadoreño; el tercero pertenecía a la dirección del Movimiento Nacional Revolucionario y el cuarto a la del Movimiento de Liberación Popular; finalmente, Hernández militaba en la Unión de Pobladores de Tugurios. El matemático estadounidense John Lamperti, recién fallecido, escribió una excelente biografía de Álvarez Córdova titulada “Vida de un salvadoreño revolucionario y caballero”; la llamó así pues, efectivamente, “Quique” era miembro de una de las familias nacionales más acaudaladas aunque estaba plenamente comprometido con la lucha del pueblo contra la dictadura de aquella época.

Todos ellos fueron secuestrados cuando estaban reunidos en el colegio de los jesuitas salvadoreños, el Externado de San José, en la mañana del 27 de noviembre de 1980; a lo largo del día fueron torturados y sus cadáveres masacrados aparecieron al final del mismo. Para quienes rondan las cuatro décadas y media de vida sus nombres no les sonarán mucho o quizás nada, pero sí a las personas que vivimos intensamente esa parte de nuestra historia nacional.

Un buen compañero de batallas libradas durante la posguerra defendiendo derechos humanos de nuestras mayorías populares despreciadas y perjudicadas por “semidioses” egoístas, ególatras y demagogos, siendo coherente y decente ‒no como otros‒ me cuestionó en algún momento por dizque solamente escribir sobre sucesos y personajes del pasado, sin criticar ni poner el dedo en las llagas de la infección purulenta ocasionada en el cuerpo y el alma nacional por la dictadura actual. Eso pensaba y tuvo el ánimo de decírmelo directamente, sin andar con babosadas. Se lo agradecí y, en respuesta, le envié algunos de mis modestos textos semanales y otros más extensos. Tras leerlos, admitió su error.

Pero sí debo reconocer que frecuentemente hago referencia a hechos ocurridos durante el paso del tiempo en nuestro país, siempre desde el lado de las víctimas. Hechos positivos y negativos, dolorosos y gozosos, lacerantes y gratificantes de los cuales debemos extraer las debidas enseñanzas y lecciones –buenas, regulares y malas– para no cometer en lo posible las mismas cagadas, como el creer y confiar a ciegas en falsos “redentores” en lugar de promover y apoyar los logros de aquellas; para saber también cómo y cuándo enfrentar a quienes usan los poderes político, económico, militar y mediático en perjuicio del pueblo e intensificar su sufrimiento en función de sus particulares intereses mezquinos familiares y grupales.

Que no se me malentienda; al hablar de “cagadas” me remito a una acepción incluida en el Diccionario de la Real Academia Española: la de un “resultado muy insatisfactorio de algo en relación con lo que se pretende o se espera”. Y es que quisimos tomar el paraíso por asalto y terminamos siendo asaltados por el ahora patroncito de un chimbolero lleno de oropel y luces engañosas, mentiras ominosas y consecuencias desastrosas. Obviamente, para ello hubo antes notables contribuciones propias de falsos “republicanos nacionalistas” y de burócratas “revolucionarios partidistas” que se encargaron de empedrar el camino al infierno con sus supuestas “buenas intenciones”. Esto último hay que considerarlo, no solo para no llorar sobre la leche derramada hoy sino para evitar –con inteligencia, audacia y astucia– que vuelva a derramarse la sangre de nuestra gente a montones.

La muerte bárbara y repudiable de los seis políticos salvadoreños integrantes del FDR, me remitió a la película estrenada cinco años antes de esa masacre; “Siete hombres al amanecer” se llama y se puede encontrar en Internet. Son dos relatos heroicos completamente diferentes. El primero trata sobre una atrocidad perpetrada contra políticos civiles desarmados; el segundo tiene que ver con el atentado realizado por militantes de la resistencia checoslovaca ‒muertos en combate desigual‒ en el que falleció en 1942 el llamado “Carnicero de Praga”: Reinhard Heydrich, quien era la “mano derecha” de Hitler.

Hay gente que compara este último evento con la caída de “Eva”, “Chico” y “Toño” ‒militantes de las Fuerzas Populares de Liberación‒ también en un enfrentamiento desventajoso con tropas gubernamentales salvadoreñas ocurrido el 12 de octubre de 1976. Yo prefiero asociar los dos antes relatados, por los mensajes y las lecciones que me interesa rescatar. Por un lado está la capacidad de renovación de liderazgos populares, como pasó acá tras lo acontecido aquel terrible 27 de noviembre de 1980; por el otro se encuentra lo que suele suceder con los dictadores y sus secuaces a lo largo de la historia universal: no terminan nada bien.