La irrupción de Donald John Trump (Queens, New York, 1946) en el escenario político de EE UU, en junio de 2015, no dejó indiferente a nadie. O provocaba rechazo o causaba risa, más lo segundo que lo primero. Quien estas líneas escribe se sumó a las mofas: “El espectáculo circense ha llegado por fin a la política norteamericana de la mano de un empresario excéntrico acostumbrado a decir lo que piensa sin pensar mucho en lo que dice: Donald Trump”.



Pero en 2015 Trump ya era bastante conocido por el público americano por sus ruidosas inversiones en el mundo de la farándula. Había sido dueño del certamen Miss Universo, dirigía una prestigiosa agencia de modelaje y por varias temporadas había protagonizado un reality show, El aprendiz, en el que se divertía de lo lindo despidiendo concursantes, quienes competían para ganar su aprobación y poder conducir uno de sus muchos negocios.

Aunque la revista Forbes estimaba que su fortuna personal, en esos momentos, rondaba los 4.000 millones de dólares, Trump declaraba tener 10.000 millones en activos. Afirmaba ser, para que quedara claro, “el más exitoso estadounidense que ha aspirado a la Presidencia”, lo cual despejaba cualquier duda en relación a qué entendía el magnate por “éxito”.



Motivos para envanecerse le sobraban, incluso para llegar a creer eso de que el triunfo en la vida está ligado exclusivamente al dinero y a los lujos. Se sentaba en las juntas directivas de alrededor de medio millar de entidades empresariales y una corporación suya estaba registrada con el extravagante acrónimo THC, que significaba literalmente Trump Hotel Collection (la colección de hoteles de Trump). Poseía un avión privado cubierto en oro, proyectaba construir un monstruoso campo de golf en Escocia y su escandaloso divorcio de la checa Ivana Zelníčková –una de las tres modelos que se han casado con él– figura hasta la fecha entre las separaciones conyugales más costosas de la historia.

La ferocidad de Donald J. para los negocios la había dado a conocer él mismo a través de la docena de libros que hasta entonces había publicado con su firma. El título de uno de ellos era bastante explícito: Piensa en grande y patea traseros. ¿Qué tan boquiflojo puede llegar a ser alguien que así exhibe una de sus “claves personales” para prosperar?

A juzgar por las cosas que el propio Trump ventilaba, incluso en relación al sistema político que aseguraba querer cambiar, los límites parecían estar asombrosamente desdibujados. Solo así podía explicarse que este multimillonario, que calificaba de “estúpidos” a los líderes de su país, hubiera admitido en pleno debate de precandidatos republicanos haber realizado donaciones a funcionarios para que luego atendieran con prontitud sus llamadas.

Las roturas del sistema debieron haber alarmado al electorado norteamericano tanto como las credenciales morales de quienes aseguraban saber poder repararlas. Y Trump parecía haber extraviado estas credenciales hacía rato. El problema era que las encuestas al interior del Partido Republicano no lo reflejaban así. Por el contrario, las altas puntuaciones de alguien tan abiertamente charlatán demostraban que había todavía demasiado terreno al que era posible fertilizar con (perdón) estiércol.

La perplejidad creció conforme fueron pasando las semanas y la precandidatura del magnate neoyorquino se afianzaba. ¿Sería posible que no apareciera en Estados Unidos una alternativa a ese ególatra pendenciero que llevaba veinte años adjudicándose dotes de estadista? Pues fue posible, porque esa alternativa nunca apareció. Y fue así como la oferta electoral republicana, con Trump a la cabeza, enfrentó a una bastante lodosa candidatura de Hillary Clinton, que cargaba con sus propios problemas de coherencia.

El resto es historia bien conocida. Las famosas “hipérboles veraces” del candidato –concepto acuñado por el escritor Tony Schwartz, coautor de un libro con Trump– hundieron en el Colegio Electoral las aspiraciones de Hillary, después de lo cual tomó posesión el 45º presidente de EE UU.

Hasta aquí, todo lo descrito podía haber quedado en fuente inagotable de anécdotas para historiadores. Pero los siguientes ocho años demostrarían que Donald J. Trump no era un accidente. Había llegado para quedarse.

• Federico Hernández Aguilar es escritor