Del que después se convertiría en territorio guatemalteco, Pedro de Alvarado agarró camino hacia Cuscatlán con un ejército integrado por 250 españoles, seis mil nativos de esa comarca y otros cientos de combatientes. Eso aparece registrado en el primer tomo de la Historia de El Salvador, editada por el Ministerio de Educación en el 2009. Jorge Lardé y Larín relata que el invasor militar badajoceño ingresó el 6 de junio de 1524 y dos días después se enfrentó con los guerreros pipiles; fue entonces cuando le partió el fémur una flecha lanzada por el “enemigo”. Más adelante, declaró traidores y decretó la pena de muerte para quienes no aceptaran obedecer a los “reyes católicos”. Este año se cumplieron cinco siglos de ocurridos dichos sucesos caracterizados por cuatro ingredientes que han sazonado nuestra historia: injusticia y barbarie, por un lado; rebeldía y resistencia, por el otro.



Expresiones derivadas de ese espíritu insumiso, hubo más con el paso del tiempo. Se habla de “una de las sublevaciones de esclavos más grandes en la historia de Centroamérica”, ocurrida en nuestro terruño durante la época colonial; ésta estalló en la Semana Santa de 1626, con una posible participación de alrededor de 2000 esclavos. Los acontecimientos que tuvieron lugar en noviembre de 1811 y septiembre de 1821, contaron con la destacada participación de personajes salvadoreños como los hermanos Aguilar, José Manuel Arce, Pedro Pablo Castillo, Juan Manuel Rodríguez y –por supuesto– José Matías Delgado.

Sin embargo, no considero que merezcan ser incluidos en este recuento; sobre todo el segundo de estos, pues al leer el primer enunciado del Acta de Independencia de Centroamérica redactada, firmada y proclamada entonces se observa con claridad a qué intereses obedecía. Previo a ese enunciado se lee que sus firmantes habían escuchado el griterío de la gente entusiasmada por lo que ocurriría; por ello, en el texto dejaron claro que por ser la independencia del “Gobierno Español la voluntad general del pueblo de Guatemala, y sin perjuicio de lo que determine sobre ella el Congreso que debe formarse, el señor Jefe Político, la mande publicar [la referida acta] para prevenir las consecuencias que serían terribles, en el caso de que la proclamase de hecho el mismo pueblo”. Había que adelantarse, pues, “por si las moscas”.



Casi doce años después tuvo lugar la sublevación de los pueblos nonualcos, con Anastasio Aquino a la cabeza. ¿Sus causas? Principalmente el despojo de tierras comunales, las condiciones de trabajo en el marco de la producción añilera, nuevos impuestos y el reclutamiento militar de indígenas para reprimir ladinos. Con este alzamiento, sus impulsores casi toman el poder central pero ‒traición de por medio‒ finalmente terminó siendo derrotado el 28 de febrero de 1833. Su líder fue decapitado en julio y la cabeza de este acabó exhibida públicamente en una jaula.

En diversas ocasiones he comentado, analizado y condenado –además del anterior pasaje atroz de nuestra historia– lo ocurrido en 1932 cuando el 22 de enero el dictador de la época consumó la matanza de alrededor de 30 000 personas, sobre todo indígenas y campesinas, que se rebelaron mal armadas o armadas de un valor surgido del profundo dolor producido por el hambre. Así inauguró su reino de terror Maximiliano Hernández Martínez, sostenido hasta mayo de 1944 cuando después de la célebre “huelga de brazos caídos” fue echado por el poder popular del poder oficial, el cual usurpó inconstitucionalmente por más de doce años.

No dejaré de mencionar lo que llamo “la rebelión en las urnas” ocurrida en febrero de 1972, cuando la dictadura militar fue derrotada por la Unión Nacional Opositora –la UNO– montada en menos de tres años después de que la euforia oficialista se desbordaba al regresar sus tropas “triunfantes” de Honduras, según su propaganda. Así le cerraron las puertas a una posible solución democrática y pacífica a la profunda crisis económica, social y política de la época para que se abrieran las del camino hacia el estallido de una confrontación que –independientemente de las regadas de la conducción exguerrillera en la posguerra– ha sido la mayor expresión de rebeldía mediante la cual se logró desterrar al régimen tiránico.

Pero hoy, mucho de todo eso está de regreso o por regresar. Sin embargo, bien dice el refrán: “Cuando el hambre entra por la puerta, el amor se va por la ventana”. También el temor. Así que ahora es la hora de la resistencia que, quiérase o no, dará paso a la rebeldía de nuestras mayorías populares. Pero para eso hay que trabajar en serio su organización ‒abajo y adentro‒ con liderazgos frescos, auténticos y creativos.