La demócrata se convirtió en una de las candidatas presidenciales menos expuestas a los medios que se pueda recordar



El Salvador/En estas mismas páginas, la semana pasada, justo un día antes de las cruciales elecciones presidenciales y legislativas de Estados Unidos, adelantamos algunas razones por las cuales el Partido Demócrata estaba en vísperas de convertir a Donald Trump en el segundo mandatario norteamericano en llegar a la Casa Blanca en periodos no consecutivos. Grover Cleveland (1837-1908), el único precedente histórico con estas características —ganó, perdió y volvió a ganar—, había sido, paradójicamente, el primer candidato demócrata en derrotar a un republicano desde el fin de la Guerra Civil, pues el aura martirial del honrado Lincoln había sostenido la popularidad del GOP (Grand Old Party, como se le conoce) por dos décadas.

Pues bien, a más de 130 años de la hazaña de Cleveland, una figura emergente de su mismo partido, Kamala Harris, le devolvió la Casa Blanca al primer republicano que la había perdido. La pregunta que muchos se hacen es ¿por qué? ¿Qué hizo que la segunda mujer en aspirar a la presidencia de EE UU ni siquiera igualara el intento electoral de James G. Blaine, que si bien cedió el poder a Cleveland, al menos lo hizo por estrecho margen y con la suficiente buena fama como para renunciar graciosamente a ser candidato otra vez en 1888, desairando así a sus todavía muy numerosos simpatizantes?



Las razones de la aplastante derrota de Kamala Harris pueden ser tantas como criterios existan para analizarlas. Hay que destacar, no obstante, las que parezcan más plausibles para explicar la caída estrepitosa de los demócratas y la gran remontada republicana. Dejaremos para otra entrega el intento de bucear a fondo en el fenómeno político que, para bien y para mal, es Trump. Hoy nos concentraremos en la debacle azul encabezada por Harris.

Joe Biden, que jamás debió ser una opción de continuidad, sufrió una defenestración que trajo consigo un proceso de sustitución atropellado: la candidata, desechada en su momento por los propios correligionarios demócratas, tuvo por fin que ser impuesta, causando escozores internos que nadie supo administrar. Sumado a ello, la elegida hacía parte de la Administración que los estadounidenses estaban deseosos de reprobar en las urnas. Y carecía de autoridad moral en el neurálgico tema migratorio, una de las pocas tareas delegadas a ella por Biden.

En el otro tema crucial, la economía, Kamala Harris demostró tener nociones más bien mínimas. Responder a las preguntas sobre la inflación repitiendo hasta el cansancio que ella provenía de una familia de clase media y que su madre era una mujer trabajadora, no es precisamente el tipo de mensaje que esperaba un electorado ansioso de soluciones concretas.

Tal vez por estas mismas deficiencias, o porque no tuvo un equipo asesor competente, el caso es que Harris se convirtió en una de las candidatas presidenciales menos expuestas a los medios que se pueda recordar. Y cuando raramente se vio desafiada en espacios no complacientes, como en Fox News ante el veterano Bret Baier, su desempeño fue calamitoso.

Luego vinieron las oportunidades desperdiciadas. El incendiario debate sobre la “basura”, levantado por un humorista nada chistoso en un mitin republicano, fue avivado con gasolina poco después por un Biden que usó el mismo calificativo para referirse a todos los partidarios de Trump. Aquello fue tan delirante e inoportuno que aún hay analistas preguntándose si el presidente saliente fue víctima de su deterioro cognitivo o si lo hizo a propósito.

¿Y qué decir de la desdeñosa reacción de Harris —“Estás en el mitin equivocado, puedes ir al otro más pequeño calle abajo”— ante el grito “¡Jesús es el Señor!” de un estudiante opuesto al aborto en un acto de campaña en Wisconsin? La desabrida frase desde el podio fue tan espontánea e insensible que confirmó uno de los grandes problemas que el Partido Demócrata tiene ante la cuestión religiosa en EE UU: ya no sabe cómo tratarlo. Y ese intolerante “moralismo progresista” instalado en la médula de la narrativa azul desde la gestión de Obama ha provocado a estas alturas demasiado rechazo como para sencillamente ignorarlo. Sustituir la importancia de la economía por el muy específico y polémico tema del aborto fue, quizá, uno de los peores desaciertos de Kamala Harris. Es una desconexión absoluta con esos millones de familias que pueblan la llamada “América profunda”.

Encima, por enésima vez, las encuestas subestimaron el apoyo a Trump en todo el país. Las razones de este generalizado fallo son múltiples y están relacionadas con algo que los grandes medios de comunicación estadounidenses, los llamados “mainstream”, no aciertan a comprender: su elitismo retórico está cansando al pueblo americano. Ni Taylor Swift ni Jennifer López tienen, con las disculpas, la suficiente credibilidad para hacerle creer a la gente que Trump es un “nazi”.

Existen más razones, por supuesto, pero nos limitaremos a las expuestas antes de pasar al otro fenómeno que debe explicarse: Donald Trump.