Era un buen amigo. De esos que no te abandonan en la tristeza. Sí, de esos incondicionales que es muy raro ver, hoy en día. De espíritu libre y noble, le encantaba corretear y perseguir las olas del mar. La playa era su diosa. Era evidente su felicidad ante la inmensidad del mar, sus ojos negros brillaban dilatándose al unísono con la respiración rápida, entusiasmada por la posibilidad de darse un nuevo chapuzón. Era único mi amigo, expresivo como nadie. Esperaba poco, y se conformaba con poco, por ello era feliz, incluso durante aquel tiempo que tuvo que vivir en la calle, sin cobija ni sustento.



Se acostumbró a vivir con lo indispensable, comiendo poco, pero siempre manteniéndose en pie, como un buen soldado en tiempos de guerra. Cuentan quienes lo conocieron durante ese tiempo, que se puso tan delgado que a veces lo arrastraba el viento, pero manteniéndose siempre muy cerca de la tienda de la colonia. Él, muy inteligente, sabía que, con su mirada suplicante, convencería a aquellos corazones sensibles para que compartieran un trozo de pan. Así sobrevivió como digo, con lo indispensable.

Aprendió, inteligentemente, a aceptar lo que la vida le ofrecía en aquellos momentos. Era poco sí, pero lo suficiente para mantenerse con vida, apreciando la brisa de la mañana, sus colores y sabores, sin amargarse por la vida injusta. Pero nada perdura, como después se dio cuenta, ni siquiera el hambre. Una noche, después de haber tenido un intercambio no muy amistoso con otro comensal de la tienda del vecindario, una de esas almas caritativas, de esas que les encanta ayudar sin andar pensando mucho en las consecuencias, al verlo tan maltrecho se lo llevó a su casa. Esa alma lo curó y lo alimentó. Le dio pan y cobija, a cambio más que todo de compañía, por lo menos al principio, aunque luego también se le apreciaba una dosis de protección.



El tiempo pasó, y después de muchos inviernos y veranos, salidas esporádicas, pero periódicas al parque, la vida de nuevo cambió. Así, un día, amaneció en un lugar con un ruido extraño y constante, que provenía del otro lado de un muro blanco. Dubitativo y cauteloso se fue acercando a la sólida estructura, no muy alta, por cierto. Sin mucho esfuerzo logró sobrepasarla, y lo que descubrió al otro lado fue algo extraordinario. Sus ojos no se lo podían creer. La inmensidad de esa masa inmensa azulada, expulsando poderosamente aquella espuma blanca en la cresta de un sinnúmero de ondulaciones. Eso era Dios, pensó. Aún lo recuerdo en su locura, saltando y ladrando cuando salimos por primera vez a darnos una vuelta por la playa. Le ladraba a las olas. Se sumergía en ellas. Corría a través de ellas. Era feliz. Le gustaba el mar. Le gustaba que lo bañáramos. Era su momento para recibir caricias. Así era mi amigo, espontáneo y feliz. Lo recuerdotambién ladrando mientras nadaba o mientras alguien estaba en la piscina. Así buscaba proteger a cualquier persona que veía sumergida. Suelo pensar que siempre buscaba darse un chapuzón en la piscina.

Nada perdura, todo lo que sube baja, todo lo que nace muere. Mi amigo en su sabiduría lo sabía y también lo aceptaba. Un día, a principios de invierno, amaneció con una tos seca, que se acompañaba de un sonido como un silbido, espasmódica en su presentación. Yo pensé que la tos no duraría mucho, un catarrito me dije, pero luego de un mes y su persistencia, fuimos a la veterinaria. Un antitusivo, recomendaron, nada de qué preocuparse. Pero la tos persistió, acompañándose, luego de un tiempo, de un cansancio progresivo, que le fue mermando su felicidad en los paseos por la playa. No se quejaba, pero sus ojos ya no brillaban, y por primera vez se los vi tristes, como si entendieran que una vez una cosa desaparece, ha llegado a su fin. Era notorio su cansancio progresivo, cada día caminaba menos y con mayor dificultad. La mayor parte del tiempo se la pasaba acostado en sus lugares favoritos, bajo la sombra y de cara a la brisa del mar.

Vermut, así se llamaba mi amigo, murió un domingo, acostado en uno de sus lugares favoritos: bajo el almendro, gozando de las caricias de su brisa salina. Su corazón, ya no le daba más. Entro en insuficiencia por la infestación de filarias, que según me cuenta mi primo veterinario, son muy comunes en la costa de nuestro país. Transmitidas por la picadura de mosquitos, las microfilarias migran en el torrente sanguíneo hasta llegar al corazón y pulmones del perro. Recuerdo a mi amigo Vermut con alegría y agradeciéndole por siempre nuestros paseos por la playa.