Pasaban las siete y media de la noche del miércoles 4 de octubre de 1995. Había finalizado la mesa redonda sobre la Inspectoría General de la Policía Nacional Civil, organizada por el Instituto de Derechos Humanos de la Universidad Centroamericana José Simeón Cañas (IDHUCA). Entre sus ponentes estaba un colega que me acompañó del auditorio Ignacio Ellacuría –sede del evento– a mi oficina, siempre dentro del recinto académico. Era hora de finalizar las labores. Mientras él fue al baño, yo recogí mis cosas. Al retirarnos, dos jóvenes desconocidos con el rostro descubierto nos encañonaron; el que parecía ser el “jefe” preguntó quién era Benjamín Cuéllar. Inmediatamente respondí que yo. Mi compañero les dijo que les entregaríamos todo, que guardaran las armas. Por respuesta solo obtuvimos una orden: “¡Caminen!”. Obviamente, obedecimos.
Conocían las instalaciones, pues al llegar a mí despacho nos indicaron que entráramos y nos sentáramos. Nos amordazaron y con las cintas de nuestros zapatos nos amarraron, a cada cual, los dedos pulgares tras la espalda; nos dejaron, como dicen, haciéndole “bendito al culo” y nos advirtieron que no hiciéramos ningún ruido o movimiento. Innecesario mandato, pues estábamos enteramente a su merced. Y con el cañón de una pistola en la cabeza, para nada se me ocurrió rezongar y mucho menos enfrentarlos. Más que una valentonada o una acción desesperada, hubiera sido una total pendejada.
Rápidamente revisaron mi oficina y el escritorio, adonde tenía un arma; también unos dólares para costear el parto de mi segunda hija, programado para el cercano diciembre. Cortaron el cable del único teléfono directo institucional y desconectaron la computadora. El “jefe” preguntó por qué no nos “gustaba” el derechista partido gobernante; al no responderle, dijo sonriendo: “A los dos, verdad”. Durante aproximadamente treinta minutos, los potenciales sicarios actuaron con absoluta tranquilidad amenazándonos para que mantuviéramos agachada la cabeza mientras conversaban en voz baja y retiraban mi “PC” con los disquetes que encontraron. Mis ahorros y la pistola, que seguramente vieron, les valieron. Afuera los esperaban tres secuaces con un “pick up” en el cual, supongo, haríamos nuestro “último trayecto”. Para acabar de joder, desde mi estado de indefensión veía la residencia adonde masacraron a dos mujeres y seis jesuitas unos años atrás.
En pleno desbarajuste llegó mi esposa, quien había laborado en el IDHUCA y conocía a su personal. La puerta de entrada estaba entreabierta. Olió el peligro, no avanzó y desde ahí me llamó. El “jefe”, un extraño también para ella, le dijo que no estaba; que no regresaría. Como además la dejé plantada, captó que algo malo ocurría. Se retiró, buscó ayuda y se armó el relajo. Luego, un abogado de nuestro equipo llegó; a él sí lo pescaron. Iban por uno y tenían tres. A esas alturas, descubrieron que sus cómplices ya no estaban; huyeron al complicarse el atentado. Por ello, alrededor de las ocho horas con veinte minutos, ambos esbirros se retiraron a pie. Abortaron la “misión”, ni modo, llevándose al menos una computadora portátil. Así nos salvamos.
El mentado “jefe” fue detenido dentro del campus por uno de nuestros jóvenes compañeros de trabajo de una forma casi inverosímil que, algún día, espero compartir con más detalle junto a otros episodios vividos tras un recorrido –dilatado y permanente–tratando de aportar algo a la defensa y la promoción de los derechos humanos; ello, siempre desde la reivindicación de la verdad y la justicia para las víctimas.
Pero más allá del aniversario del suceso narrado, tengo claro que no se trata de hablar de mis “aventuras” por la vida. Es necesario, más bien, reflexionar sobre la actualidad y el porvenir colectivo considerando de dónde venimos. A punto de iniciar la séptima década de mi trajinar por este mundo, tengo plena conciencia de ser una de las tantas personas en este terruño cuya existencia inició en medio de una dictadura y que –sin embargo– nos resistimos a finalizarla en otra. Mucho le costó a nuestro pueblo derrotar la inmediata anterior, que duró medio siglo, para que ahora por omisión permitamos que se entronice otra.
En el trance nacional actual, no me toca responder la interrogante formulada por Lenin. Pero hay que pensar qué hacer. El desafío para quienes se profesan “romeristas”, pienso, es poder construir desde el verbo un poder sustantivo capaz de frenar el rumbo del país hacia un recurrente destino nefasto y difícil de revertir, tras tanto riesgo y sacrificio. No hay vuelta de hoja, pues. “La misión de la Iglesia –predicó nuestro santo el 11 de diciembre de 1977– es hacer que la historia de su pueblo sea historia de salvación”.