La realidad de la pobreza en El Salvador es un grito que no se puede silenciar. Basta con caminar por las calles de San Salvador o internarse en los cantones más lejanos de las zonas rurales para percibir el dolor de aquellos que no tienen techo, trabajo ni alimento. El clamor de los pobres es un eco constante que interpela a la conciencia cristiana, porque en cada rostro cansado, en cada niño descalzo, en cada madre que llora por no tener qué poner en la mesa, se refleja el rostro mismo del Señor Jesucristo. El evangelio no es indiferente ante esta situación.

Al contrario, desde sus primeras palabras, el Señor dejó claro que la misión del Reino de Dios está marcada por la justicia y la compasión hacia los necesitados. En Nazaret, proclamó: “El Espíritu del Señor está sobre mí, por cuanto me ha ungido para dar buenas nuevas a los pobres; me ha enviado a sanar a los quebrantados de corazón” (Lucas 4:18). El Señor Jesucristo no vino a ofrecer un mensaje abstracto, sino a encarnarse en la realidad concreta de quienes sufren. En la Escritura, el pobre no es solo una categoría económica; es un sujeto de especial cuidado divino.

El Antiguo Testamento insiste: “Al menesteroso y al pobre no oprimas” (Deuteronomio 24:14). El profeta Isaías denuncia a los que “decretan leyes injustas” para oprimir al necesitado (Isaías 10:1-2). Y el mismo Señor Jesucristo, en el Sermón del Monte, proclama: “Bienaventurados los pobres en espíritu, porque de ellos es el reino de los cielos” (Mateo 5:3). La Biblia nos muestra que la pobreza no es un accidente social, sino una herida en la humanidad que exige la intervención del pueblo de Dios. El creyente generoso es aquel que responde al clamor de los pobres.

Porque en ellos reconoce la presencia misma del Señor Jesucristo, quien dijo: “Porque tuve hambre, y me disteis de comer; tuve sed, y me disteis de beber; fui forastero, y me recogisteis” (Mateo 25:35). Hoy en El Salvador, la pobreza se traduce en realidades concretas: familias enteras que duermen bajo láminas oxidadas, jóvenes que no encuentran empleo digno, ancianos que sobreviven con un plato de frijoles al día, y niños que crecen sin esperanza de una educación digna. La falta de techo, de trabajo y de alimento no es solo una carencia material, es un golpe a la dignidad humana creada a imagen de Dios.

La indiferencia ante este dolor es, en el fondo, una negación práctica del evangelio. Un cristianismo que se encierra en templos hermosos, pero no escucha el clamor de los pobres se convierte en un ritual vacío. Santiago lo dijo con crudeza: “Y si un hermano o una hermana están desnudos, y tienen necesidad del mantenimiento de cada día, y alguno de vosotros les dice: Id en paz, calentaos y saciaos, pero no les dais las cosas que son necesarias para el cuerpo, ¿de qué aprovecha?” (Santiago 2:15-16). Un creyente generoso no es aquel que da de lo que le sobra, sino el que comparte lo poco que tiene, convencido de que la provisión viene de Dios.

El apóstol Pablo escribió: “Y poderoso es Dios para hacer que abunde en vosotros toda gracia, a fin de que, teniendo siempre en todas las cosas todo lo suficiente, abundéis para toda buena obra” (2 Corintios 9:8). El creyente generoso entiende que cada acto de compasión es un acto teológico, porque proclama la fidelidad de Dios en medio de la escasez. No es solo filantropía ni caridad superficial; es el evangelio hecho vida. Un ejemplo elocuente de lo que significa ser un creyente generoso es la historia de un carpintero cristiano en Europa del siglo XIX. Sin dinero para aportar a la construcción de un templo, entregó lo único que tenía: sus manos. Durante meses trabajó en las bancas y las puertas de la iglesia, tallando cada pieza con amor.

Muchos lo criticaban porque apenas tenía para alimentar a su familia. Pero él respondía: “Dios siempre me ha dado lo necesario. No puedo darle oro, pero puedo darle mis manos. Prefiero que mis hijos me recuerden como un hombre que dio lo que tenía para Dios, y no como alguien que lo guardó todo para sí mismo.” Décadas después, en esas bancas se sentaron multitudes que conocieron al Señor Jesucristo. El carpintero murió sin riquezas terrenales, pero su generosidad produjo frutos eternos. Este relato nos recuerda que la verdadera riqueza no está en acumular, sino en invertir en el Reino de Dios y en el bien de los demás.

El creyente generoso transforma lo ordinario en extraordinario, porque entiende que servir al pobre es servir a Cristo mismo. El rostro del pobre es el lugar donde se revela el misterio de Dios. Como señala Proverbios 19:17: “A Jehová presta el que da al pobre, y el bien que ha hecho, se lo volverá a pagar.” En la lógica del Reino, ayudar al necesitado no es perder, es sembrar en eternidad. En la teología de la encarnación, Jesús se hizo pobre para identificarse con los pobres. No nació en un palacio, sino en un pesebre. No fue servido por reyes, sino acompañado por pescadores. Su vida es el mayor testimonio de que la grandeza de Dios se revela en la humildad y en el servicio.

Por ello, en un país como El Salvador, donde miles carecen de techo, trabajo y alimento, el creyente generoso se convierte en el signo visible de un Dios que no abandona. Cada ofrenda, cada acto de compasión, cada plato de comida compartido, es un gesto que anuncia la llegada del Reino de Dios. El clamor de los pobres en El Salvador no puede ser ignorado por la iglesia ni por cada ciudadano con poder para ayudar. Ser generoso no es opcional, es la marca de un corazón transformado por el evangelio. En un país golpeado por la desigualdad, el cristiano generoso es luz en medio de la oscuridad, es pan en medio del hambre, es techo en medio de la intemperie.