El pasado viernes, una noticia cimbró los titulares internacionales de los principales medios de comunicación: el intercambio de miembros de la peligrosa banda criminal venezolana, el Tren de Aragua, por prisioneros estadounidenses y presos políticos en Venezuela. Este movimiento diplomático, que acaparó la atención mediática global, puso de manifiesto no solo la complejidad de las negociaciones geopolíticas, sino también, aunque quizás de forma menos explícita, la relevancia estratégica del presidente Nayib Bukele, de su gabinete de seguridad, del Gobierno de El Salvador, y su colaboración con Estados Unidos en el combate a la criminalidad transnacional.

A primera vista, la noticia se centra en Venezuela y su rol en este particular ajedrez. Sin embargo, para un criminólogo y observador atento de las dinámicas de seguridad en la región, la implicación del Tren de Aragua en un canje de esta magnitud lanza una señal clara y preocupante: la capacidad de esta organización de trascender fronteras y de convertirse en un actor de peso en el mapa criminal internacional como ya se ha expuesto en varias columnas en años anteriores, tratando de negar la realidad de su presencia trasnacional y de ser verdaderos actores no estatales criminales. 

Aquí es donde la experiencia de El Salvador cobra una dimensión particular. Durante los últimos años, el presidente Bukele, su gabinete de seguridad y la Fiscalía General de la República han sostenido una lucha frontal sin precedentes contra las pandillas locales y el crimen organizado, logrando un control territorial y una reducción de la violencia que ha sido objeto tanto de admiración y reconocimiento en los cinco continentes. Este éxito, validado por la percepción de seguridad de sus ciudadanos, se ha construido, en parte, sobre la base de una estrecha coordinación y un intercambio de inteligencia con agencias de seguridad de Estados Unidos y la confianza con la administración Trump.

La presencia del Tren de Aragua en países como Colombia, Perú, Chile, México, Estados Unidos y, preocupantemente, las alertas sobre su posible infiltración en Centroamérica convierten a este grupo en una amenaza de seguridad regional. En este contexto, la capacidad de El Salvador para contener y desarticular estructuras criminales organizadas se vuelve un activo estratégico para Estados Unidos. Si bien el canje del viernes no involucró directamente a prisioneros del CECOT salvadoreño, el solo hecho de que miembros de una banda tan peligrosa estén en el centro de una negociación internacional subraya la necesidad crítica de que países como El Salvador mantengan y profundicen sus capacidades operativas y de inteligencia contra este tipo de organizaciones, siendo los únicos en la región con este claro enfoque y resultados que se miden en la cantidad de toneladas de drogas incautadas que van hacia el sueño de los narcotraficantes llegar a los Estados Unidos. 



La colaboración entre el Gobierno de El Salvador y Estados Unidos en materia de seguridad no es solo una cuestión bilateral; es un dique de contención crucial contra el crimen transnacional y en especial al continente. Los recursos, la capacitación y el intercambio de información entre ambas naciones son esenciales para identificar y neutralizar amenazas como el Tren de Aragua antes de que logren establecerse y replicar el control y la violencia que alguna vez ejercieron las pandillas locales.

En un mundo donde las redes criminales son cada vez más sofisticadas y globalizadas, la efectividad de la política de seguridad salvadoreña, combinada con la excelente relación en este momento con el gobierno de Donald Trump, envía un mensaje potente: la lucha contra el crimen organizado es un esfuerzo compartido que exige alianzas firmes y una vigilancia constante. El ajedrez de la seguridad internacional es complejo, pero El Salvador ha demostrado ser un jugador clave en la protección de sus ciudadanos y, por extensión, en la estabilidad regional. En este juego el presidente Nayib Bukele se convierte en un actor protagonista y desarrolla movimientos en el tablero y escenario geopolítico como no había logrado el país en 204 años de República, quien hubiera pensado que la nación con los mayores niveles de incidencia criminal en la administración que le precedió ahora este jugando en grandes ligas con un liderazgo ganado por ser disruptivo e innovador. 

* Ricardo Sosa es doctor y máster en Criminología