La ciudad es proveedora de historias infinitas. Cada día, a cada hora, a cada minuto sucede 'algo'. Pero el habitante urbano, común y corriente, a veces se desentiende de lo que acontece, de lo que le pasa, porque sabe que le pasa, e imbuido de un conformismo inaudito deja que le pase sin más.
Pero que en un par de horas sucedan varias cosas relacionadas con el transporte urbano, no deja de ser extraordinario. Caldo de cultivo para un cuento de los de Julio Cortázar.
Quienes son usuarios habituales de las rutas de buses urbanos están tan acostumbrados a estos extraños sucesos, que no hay asombro posible.
La ruta 30, que tiene su recorrido del centro de la ciudad hasta el noroccidente de San Salvador y de Mejicanos, es un buen ejemplo de lo que sucede hoy por hoy.
En esas horas prodigiosas (y de pronto se viene a mi mente 'El prodigioso miligramo', un cuento de Juan José Arreola) lo primero fue, a las 19 y 45 horas, con exactitud frente al semáforo que queda en la esquina del restaurante llamado Mamá Chuz, el motorista, un señor obeso, gritó: Alguien va para la Satélite. Dos dijimos que sí íbamos. El total de los pasajeros éramos unos veinte, y supongo que el motorista evaluó que dos eran una absoluta minoría, así que se desvió de la ruta y siguió recto. Los dos que habíamos dicho que sí íbamos para la Satélite, protestamos, pero el sujeto continuó tan campante. Entonces hice algo inadecuado, según el canon de comportamiento del usuario de buses urbanos, es decir, me levanté a increpar de buen modo al 'mono estresado' que iba al volante. Mire, le dije, debe retomar la ruta, está cometiendo una infracción. El señor (quizá pesaba unas 275 libras), detuvo el autobús, me vio (o eso me pareció) con sus ojos inflados y no contestó. Continuó su marcha.
Fui terco y di un paso más: si lo ven los del Viceministerio de Transporte (VMT) lo van a infraccionar. Volvió a detener la marcha. Giró su cuerpo (o intentó hacerlo, porque su volumen no le permite mucho margen de maniobra) y con un gesto de manos que todo mundo entiende como 'me vale', siguió en su discurrir.
Entonces, como decía mi abuela, se me calentó la cabeza y le lancé mi última carta con una interrogación: ¿qué tal si el presidente se entera?, ¿qué no vio lo que les pasó la otra vez a los transportistas con lo de la carretera a Los Chorros? El hombre dio un frenazo que casi me caigo, pero me logré agarrar de uno de los barrotes que para variar iba flojo ―porque esa unidad ya está para chatarra―. Me vio fijo a los ojos, noté que los tenía enrojecidos, y habló: A mí qué me cuenta, llame hasta a Donald Trump si quiere, pero en esta unidad mando yo. Y dio un grito espantoso: Los que se van a bajar, háganlo ahorita. Se bajaron casi todos, incluso los que iban en la dirección que llevaba el motorista mandón.
Yo iba a tomar la 30-B, porque mi destino era la colonia Miramonte y me bajaría cerca de Metrocentro. Así que de la Mamá Chuz hasta la gasolinera Texaco, sobre la avenida Bernal, me fui caminando junto a otros que decidieron irse por ahí también. En silencio. Como si fuera una procesión fúnebre. El pinche motorista nos había maltratado y expulsado de la unidad de transporte y parecía que nosotros cargábamos con una culpa.
Llegué a la gasolinera Texaco y me senté a esperar en la banca de metal que hay en ese sitio. Posé mi vista al frente y pasados unos segundos me levanté asustado, porque enfrente de esa parada de buses siempre ha habido una estructura metálica igual a la que estaba donde yo me encontraba. Pero ya no había nada. Me pasé la calle y fui a constatar. En efecto, la habían destrabado. Regresé a la parada a esperar la 30-B, aunque con mi mente dándole vuelta a la 'desaparición' de la banca metálica de la parada de buses. Y no me aguanté, y fui a preguntarle a uno de los muchachos dispensadores de gasolina. Ah, me dijo, ayer vinieron unas personas en un camioncito Kia blanco, la destrabaron rápido y se llevaron la banca metálica. Le agradecí la información y regresé a la parada de buses.
Me senté, apesadumbrado. Y recordé que, en ese mismo lugar, hacía meses, había presenciado otra infracción: los trabajadores que estaban 'destruyendo' la acera para hacer un estacionamiento del edificio que ahora es para alquiler de apartamentos (pero que antes fue una bodega de materiales de construcción; ¿cómo hicieron esa mutación de uso del suelo urbano?), vi (¡y fotografié!) cuando movieron el rótulo de 'no estacionar' a 10 metros adelante.
¿Qué es esto?, me pregunté. La respuesta era obvia: la selva urbana.
• Jaime Barba, REGIÓN Centro de Investigaciones