Aunque los beneficios del sistema de Colegio Electoral, concebido a fines del siglo XVIII por los Padres Fundadores de Estados Unidos, sean evidentes en términos de estabilidad política, existe un aparente “maleficio” que derivaría inevitablemente del propio sistema: la polarización. En otras palabras, si gracias a la estructura colegial del voto —indirecto por definición— el fuerte bipartidismo norteamericano ha sobrevivido en el tiempo casi sin fisuras, el resultado también implicaría la necesaria concentración ideológica y cultural del país en dos grandes polos que se repelen, lo que en teoría sería una fuente generativa de conflictos cíclicos entre los ciudadanos.



Sin embargo, ¿por qué esta ineludible polarización partidaria no ha provocado la muy esperable confrontación social que sí se ha tenido, por hablar de una zona geográfica cercana, en Hispanoamérica? ¿Cómo es posible que una de las naciones más fraccionadas del planeta, y dividida políticamente en dos mitades, no haya registrado, en puridad, ningún régimen dictatorial y apenas una sola guerra civil en casi 250 años de historia?

De acuerdo a las mejores investigaciones antropológicas que pueden hacerse alrededor de este interesante fenómeno, existen al menos tres razones que lo explican: primero, la sabia estructura institucional dispuesta por la Constitución; segundo, el extendido entendimiento sobre la esencialidad de la defensa de estas mismas instituciones, que ha empapado la cultura política americana incluyendo el inconsciente colectivo ciudadano; y tercero, el tipo de liderazgo —prudente, magnánimo, civilizado— que ha imperado, salvo algunas excepciones, en las 46 Administraciones que se han sucedido en la Unión desde 1789.



No es el momento para entrar a detallar cada uno de estos aspectos, pero es claro que su feliz combinación, sumada a otras cuestiones menos decisivas, han hecho de Estados Unidos el exitoso país que es. En nuestras naciones hispanas, por el contrario, justo la cara opuesta de estos tres elementos vendría a explicar, en agudo contraste, tanto nuestra inmadurez política como el consiguiente atraso institucional, social y económico.

Lo anterior no significa, ni por asomo, que en el norte del continente las cosas hayan sido perfectas y que los conflictos sociales brillaran por su ausencia. Desde luego que no. El sangriento proceso que condujo a la abolición de la esclavitud, las luchas por los derechos civiles y, más recientemente, los escándalos de corrupción corporativista o los casos de abuso policial, son prueba de que los países exentos de problemas son inexistentes en este mundo. Todas estas disputas, sin embargo, por intensas que fueran, no solo reforzaron en el corazón americano el sentimiento de la unidad cívica por sobre la atomización, sino que los personajes que se sacrificaron por estos ideales —pensemos en Lincoln, los “mártires de Chicago”, Luther King Jr. o Robert Kennedy— son considerados héroes y ejemplos a seguir por la mayoría de la gente.

Por las razones expuestas, figuras tan divisivas como Donald J. Trump han sido verdaderas excepcionalidades en la historia estadounidense. Andrew Jackson (1829-37) fue un tremendo populista, Ulysses S. Grant (1869-77) se rodeó de allegados corruptos y ni hablar de los abusos partisanos de Richard Nixon (1969-74); pero Trump —y sé que con esto irrito a mis buenos amigos republicanos— constituye una muy inédita mezcla de autoritarismo, retórica incendiaria y ego superlativo.

Para enfrentar a alguien como él, por consiguiente, desde mucho tiempo atrás debió entenderse, al interior del Partido Demócrata, que Joe Biden ni siquiera constituía una opción a considerar. El tiempo desperdiciado por los azules para caer en la cuenta de esta obviedad, sumado a esperar que el propio Biden abandonara sus aspiraciones, y acto seguido imponer —porque nunca hubo elección interna— a un sustituto, terminó pasando una factura que solo el 5 de noviembre se sabrá qué tan alta fue.

Kamala Harris, vicepresidente de una Administración impopular, tampoco era la mejor alternativa entre todas las posibles. La atropellada campaña demócrata, para colmo, ha venido cometiendo el más craso error que puede cometerse ante un populista: subirse al ring con él. Después de su más que satisfactorio desempeño en el único debate presidencial que protagonizaron los candidatos, Harris tuvo que aprender a esclarecerse en los dos temas cruciales de estas elecciones: la economía y la inmigración.

Basta escuchar sus jerigonzas en la materia para confirmar que Harris carece de conocimientos básicos en economía; entonces, precisamente por ello, su equipo debió concentrarse en prepararla lo mejor posible para responder a ese tema duro con una mínima propiedad. No lo hicieron, o ella no quiso asumir riesgos. El caso es que se prefirió la suicida estrategia de exponer lo menos posible a la candidata y subirla a escenarios donde la condescendencia de los anfitriones estuviera asegurada. Pero incluso allí donde el profesionalismo periodístico superó los gustos personales, como sucedió con el curtido Anderson Cooper,en CNN, los resultados para Harris fueron vergonzosos.

En cuanto a la inmigración, un asunto que tiene nervioso a medio país, el problema de la vicepresidenta es que sus penosas ejecutorias en este campo son justamente las únicas que le fueron directamente delegadas a ella en la actual Administración. ¿Cómo justificar ahora, como candidata, un fracaso colosal suyo, personal e intransferible, en calidad de funcionaria? Tengo la ligera sospecha de que el votante promedio norteamericano nunca se tragó esa píldora.

En paralelo, dicho sea de paso, la campaña republicana ha estado lejos de hacer las cosas con impecabilidad. Trump sigue careciendo del carácter suficiente para controlar su temperamento —y ya no cambiará, desde luego, a sus testarudos y vigorosos 78 años—, cometió el error de subestimar a su contrincante en el debate presidencial y su equipo le hizo el flaco favor de subir a la tarima a un comediante racista en el mitin que debió ser el más apoteósico y menos polémico de todos: el del Madison Square Garden, en Nueva York, el pasado 27 de octubre.

Y por encima de todo lo anterior, esta campaña republicana será recordada por algunas de las cosas más grotescas que hayan salido jamás de la boca de un aspirante a la Casa Blanca, incluyendo la presunta ingesta de perros y gatos por parte de hambrientos expatriados haitianos.

Lo sorprendente es que incluso las metidas de pata mayúsculas cometidas por el partido republicano apenas si fueron aprovechadas por los demócratas. De llamar “basura” a una isla caribeña por parte de un invitado estúpido, los republicanos fueron ampliamente superados apenas unas horas después por el propio Joe Biden, jefe del Estado, calificando de “basura” a los seguidores de Trump. ¿Es que puede sabotearse con tanta celeridad un momento de ventaja concedido gratuitamente por un adversario político?

Falta confirmar —como intuyo sucederá— si las encuestas infravaloraron otra vez el apoyo a Donald Trump en los llamados “estados péndulo”, tal como hicieron en 2016 (cuando ganó) y en 2020 (cuando casi volvió a ganar). Falta ver si la estrategia demócrata de otorgar preeminencia en su narrativa a los asuntos más controversiales (como el aborto) por encima de los temas cruciales fue la más inteligente. Lo que me parece lamentable, en todo caso, es que una nación tan grande y estable como los Estados Unidos de América haya visto reducidas sus opciones electorales a estos dos liderazgos tan poco merecedores de genuina admiración.

Gane quien gane, tocará otra vez a la fortaleza institucional del país corregir los entuertos y poner límites al poder.