“Pueblo blanco” se llama una de las tantas canciones de Serrat que, para mi gusto, cabe en la lista de sus mejores; sobre todo porque resume de alguna manera lo que ocurre en aquellos países como el nuestro donde la muerte lenta –producto de la pobreza– y la muerte violenta que muchas veces provoca la cruel maldad humana, históricamente le han jodido la vida a innumerables personas que por fuerza les ha tocado y les sigue tocando la riesgosa y dolorosa “opción” de huir para buscar, en otras tierras, lo que en las suyas no encuentran: oportunidades para vivir dignamente con trabajo, seguridad y justicia. Lo contrario constituye el círculo vicioso que ha afectado siempre, de forma profunda y grave, a la sociedad salvadoreña. Si la mayoría de la gente no tiene trabajo decente, es imposible afirmar que se encuentra asegurado su mañana. Eso, definitivamente, no es nada justo.



Y contra la injusticia, llega un momento en el que las víctimas se rebelan y terminan siendo vistas por los poderes como enemigas imperdonables; por tanto, deben eliminarse. Eso trajo cola acá en El Salvador hace cinco décadas. Al igual que lo ocurrido con decenas de miles de personas detenidas en el marco del nada excepcional “régimen de excepción” implantado por el “bukelato”, en aquella época los gobernantes militares no se andaban con pajas y se llevaban de encuentro a población civil no combatiente en su afán por aniquilar los grupos guerrilleros en desarrollo. Había entonces que “quitarle el agua al pez”, como lo planteó la estrategia gringa impulsada acá a partir de la llegada de Ronald Reagan a la Casa Blanca.

Eso generó el éxodo de una inmensa cantidad de nuestra población, campesina principalmente, obligada a dejar atrás sus humildes viviendas por el incremento de la perenne represión dictatorial a partir de 1980; la situación se volvió más terrible por la guerra iniciada el siguiente año. En tal escenario de terrorismo estatal, familias enteras se desplazaron internamente de manera forzada y no fueran pocas las que tuvieron que abandonar ‒por sus propios y pobres medios‒ el territorio nacional. Según el Socorro Jurídico del Arzobispado de San Salvador, el 7 de marzo de 1980 llegaron a la sede arquidiocesana 32 personas provenientes de Cinquera; cinco días después, el total sobrepasaba las 800 ya no solo del departamento de Cabañas sino también de Chalatenango y Cuscatlán.



La cantidad creció tanto que nacieron los campamentos de Mesa Grande y Colomoncagua en Honduras, para albergar a decenas de miles de compatriotas. Su retorno comenzó en 1987. Eso ocurrió con la comunidad de Santa Marta; sus integrantes sobrevivientes regresaron a la localidad que debieron abandonar y que estaba ubicada en Victoria, Cabañas.

Para esta gente la paz no llegó tras el fin de los combates entre los ejércitos gubernamental e insurgente en 1992, debido a la voracidad empresarial minera transnacional y sus rapaces cómplices nacionales. En la batalla por defender al agua y la vida, corrió sangre de personas valientes que se opusieron al desarrollo de esa industria de muerte. Su sacrificio no fue en vano pues no solo se logró detener el depredador y desenfrenado ataque contra la naturaleza que produciría daños ambientales irreparables en perjuicio de sus habitantes y el país entero; además se logró, por ley, prohibir absolutamente la minería.

Sin embargo, hoy Bukele le dio el vuelta el calcetín para mostrar su más sucia y maloliente parte relacionada con su desprecio por la gente que de momento –más adelante quién sabe‒ está abrumada y angustiada por los resultados de una administración estatal totalmente controlada por él, sus hermanos y la jauría venezolana que los rodea; así gobiernan en función de sus intereses, de los de sus socios oligarcas nacionales y de los de aquellos potentados extranjeros que se están hartando el centro capitalino ‒hoy “histriónico”‒ como parte del saqueo al país. Es esta pacotilla la que le está subiendo la temperatura a la “olla de presión” llamada El Salvador y eso es muy peligroso.

Mientras tanto, nuestra paisanada no cesa de abandonarlo buscando fuera otros destinos; en estos, hay que decirlo hoy más que nunca, no es ni bien recibida ni bien vista por sus autoridades. Se sigue yendo por no encontrar mejoría real en su calidad de vida, más allá de la reducción de las muertes violentas intencionales; estas, de seguir así, tarde o temprano lastimosamente volverán. Entre tanto, a lo lejos se sigue escuchando el triste consejo del serratiano “Pueblo blanco”: “Escapad gente tierna porque esta tierra está enferma y no esperes mañana lo que no te dio ayer”.