El pasado 12 de junio, la Asociación Salvadoreña de Industriales (ASI), a través del Consejo Industrial de El Salvador, presentó el Plan de Desarrollo Industrial 2025-2029. Este documento representa el mayor esfuerzo del sector privado por posicionar nuevamente a la industria como un pilar clave del desarrollo económico y social del país. Su visión es clara: posicionar a El Salvador en un polo industrial regional capaz de atraer inversiones, generar empleos de calidad, incrementar las exportaciones y reducir las desigualdades territoriales y sociales que afectan al país desde hace décadas.
Las metas quinquenales propuestas por el plan son claras: establecer al menos 200 nuevas empresas industriales, generar 20,000 nuevos empleos, atraer US$ 700 millones en inversión extranjera directa, ampliar el crédito al sector en US$ 1,000 millones e incrementar las exportaciones a una tasa promedio anual del 8%. No obstante, sorprende que entre ellas también se incluya que el PIB industrial y el índice de producción industrial solo crecerían a una tasa del 1%, lo cual resulta incomprensiblemente poco ambicioso si se considera la magnitud de los desafíos y los recursos que se espera movilizar.
Más allá de esas cifras, el plan centra su atención en diez áreas en las que se sustentaría el plan de reindustrialización. Estas incluyen la creación de nuevas zonas industriales; una reforma integral del sistema de formación técnica, con el objetivo de capacitar a 20,000 personas para integrarse al sector industrial; la mejora del acceso a financiamiento productivo; y el desarrollo de alternativas de insumos que permitan producir bienes con mayor valor agregado. También se plantea la ampliación y mejora de los servicios públicos esenciales —como energía, agua, transporte y conectividad— a precios competitivos; el fortalecimiento de la participación de empresas nacionales en cadenas de valor locales e internacionales; la modernización de la infraestructura de apoyo a la producción, incluyendo carreteras, puertos y aeropuertos; y el diseño de un sistema de incentivos de nueva generación, más eficaz y alineado con las condiciones del entorno global. El plan también propone fomentar una cultura de innovación en las empresas, para facilitar su inserción y liderazgo en mercados dinámicos, así como facilitar el acceso a tecnologías avanzadas —automatización, inteligencia artificial, internet de las cosas— que marcan la transición hacia la Industria 4.0. En conjunto, estas estrategias buscan posicionar a la industria salvadoreña como un referente regional en producción responsable, resiliente e inclusiva.
La mayor fortaleza de este documento no está solo en sus cifras o sus aspiraciones, sino en su diagnóstico implícito. Por primera vez, un grupo empresarial de peso reconoce implícitamente que el actual modelo económico está agotado. Asumir que no se puede seguir dependiendo críticamente de factores como las migraciones y las remesas es un paso clave para pensar el futuro del país desde la producción, la inversión, la educación, la capacitación, la tecnología y el empleo productivo. Esta toma de conciencia es valiosa, pero también exige pasar del diagnóstico a la ejecución, lo cual implica decisiones complejas y un compromiso político decidido y sostenido.
Sin embargo, el plan industrial presentado también revela algunas limitaciones importantes. Una de ellas es la falta de claridad conceptual y metodológica. El documento tiende a mezclar sin distinción ideas generales con metas específicas, estrategias con acciones puntuales, y propuestas con resultados esperados. Esta falta de precisión puede dificultar su implementación, así como el seguimiento y evaluación de sus avances. Además, no se establece con claridad quiénes serán los responsables de ejecutar cada acción ni qué mecanismos de gobernanza permitirán coordinar los esfuerzos entre sectores.
Otro aspecto preocupante es que el plan no detalla los recursos necesarios para ejecutar las transformaciones que plantea ni especifica con claridad de dónde provendrán. Hablar de ampliar el crédito, invertir en infraestructura, modernizar la formación técnica o digitalizar procesos productivos sin definir fuentes de financiamiento concretas puede convertir las aspiraciones en promesas difíciles de materializar, especialmente en un contexto de presiones fiscales crecientes. Una estrategia de esta magnitud requiere planificación financiera, mecanismos claros de movilización de recursos y una articulación efectiva entre el sector público, la banca de desarrollo, los organismos internacionales y la inversión privada.
Pero quizá el vacío más importante del plan está en no abordar explícitamente el tipo de Estado que se necesita para acompañar y sostener un proceso de reindustrialización. Relanzar el aparato productivo no depende únicamente de empresas dinámicas o de inversiones estratégicas. Se requiere también de instituciones públicas con capacidad de orientar el desarrollo, coordinar actores diversos, asignar recursos con criterios de eficiencia y equidad, y garantizar la implementación eficaz de políticas industriales. Esto implica contar con una función pública profesionalizada, seleccionada por méritos, con estabilidad en sus cargos y dotada de instrumentos de gestión modernos. Además, exige fortalecer los sistemas de control y transparencia para asegurar que los recursos públicos y privados se canalicen adecuadamente, en línea con una visión de largo plazo. No se trata de acusar desinterés, sino de reconocer que un proyecto industrial de esta envergadura exige una institucionalidad a la altura de los retos.
Afortunadamente, El Salvador cuenta con su propia historia para guiar esta discusión. Entre 1949 y 1979, el país impulsó un ambicioso modelo de industrialización por sustitución de importaciones, liderado por una coalición de actores del sector público, privado y profesional. Aquel proceso articuló políticas fiscales, financieras, educativas, laborales y de infraestructura que, con sus limitaciones, permitieron transformar significativamente la estructura económica del país. La enseñanza principal de esa experiencia es clara: cuando hay objetivos definidos, capacidades institucionales, voluntad política y un pacto de largo plazo entre Estado y sector productivo, sí es posible modificar el rumbo de la economía.
No se trata de replicar un modelo del pasado, sino de recuperar su enfoque integral, adaptarlo al contexto actual y actualizarlo con las herramientas y desafíos del siglo XXI: transición tecnológica, sostenibilidad ambiental, inclusión territorial y justicia social. La reindustrialización es posible, pero no es automática. Requiere visión, liderazgo, capacidad técnica y un compromiso público-privado que trascienda los ciclos políticos. Solo así se podrán construir las oportunidades que tantos salvadoreños merecen y que el país necesita para aspirar a un desarrollo verdaderamente sostenido y equitativo.
• William Pleites es director de FLACSO El Salvador