“Después de la independencia centroamericana y, sobre todo, desde el siglo XX, ningún país del mundo tiene tanta responsabilidad de hecho en la situación de nuestros países como Estados Unidos”. Esta es una de las reflexiones iniciales incluidas en el editorial que escribió en 1986 Ignacio Ellacuría para la revista Estudios Centroamericanos, siendo rector de la universidad jesuita salvadoreña.



Unas líneas más adelante, tras haber hecho un “brevísimo repaso histórico” de lo ocurrido en la región durante décadas, destacaba que dicha injerencia imperial dominante no había considerado ni la voluntad ni las necesidades reales de sus mayorías populares; más bien, había confiado en militares corruptos y asesinos así como en empresarios cuyo principal interés era el de lucrarse sin importarle el respeto de las normas establecidas. Aves de rapiña, diría yo.

Cuando este sacerdote, filósofo y teólogo escribió eso, nuestra tierra era el escenario donde se libraba una guerra abierta sobre todo en el campo; faltaban poco más de tres años para que las fuerzas insurgentes irrumpieran con todo en la capital y otras ciudades importantes, para protagonizar la batalla más fiera y prolongada librada durante la misma. Iniciando esta fue masacrado Ellacuría junto a cinco de sus hermanos religiosos y dos mujeres; todas, personas pacíficas. Tres décadas y media después, ¿qué cambió acá, qué no y qué se nos espera?



Luego de haber perpetrado tan deplorable crimen colectivo, algunos consideraron erróneamente que este había sido la peor cagada de la Fuerza Armada durante el conflicto bélico. Se equivocaban totalmente. Esta atrocidad no fue un craso error producto de una decisión individual tomada por un coronel gris y poco conocido, sino un acto estatal de terror como días antes lo habían sido la explosión de dos bombas a plena luz del día: una en la sede del Comité de Madres “monseñor Óscar Arnulfo Romero” (COMADRES) y otra en el local de la Federación Nacional de Trabajadores Salvadoreños (FENASTRAS), cuyos saldos fueron cuatro personas heridas en el primer atentado y nueve fallecidas en el segundo más arriba de cuatro docenas de heridas.

Lo que sí es, como dicen en Honduras, verifico –por ser verídico y verificable– es que el mando superior castrense salvadoreño no pudo tapar el sol con un dedo, ni siquiera con “una pequeña ayuda” de un su amigo: el entonces presidente Alfredo Cristiani. Así, pues, al coronel René Emilio Ponce se le atribuyó, junto a otros chafarotes de alto rango, haber ordenado liquidar a Ellacuría sin dejar testigos; por ello uno de los autores materiales remató a Julia Elba Ramos y su hija Celina, cuando al retirarse escuchó “pujidos” dentro del cuarto donde las habían balaceado minutos antes.

La conducción militar recibió el repudio mundial, obviamente; pero, además, se aceleró la presión para que las partes beligerantes negociaran y finalizaran el conflicto que comenzó a desmontarse a partir del 16 de enero de 1992, cuando firmaron el Acuerdo de paz de El Salvador más conocido como el Acuerdo de Chapultepec.

35 años después de la masacre perpetrada en el recinto universitario de la Compañía de Jesús, El Salvador cambió de forma pero no de fondo. Quedó atrás la guerra en las trincheras, pero continuó el pleito en las urnas con los mismos contendientes; hubo avances en diversos ámbitos, entre los cuales destacaron la creación de la Procuraduría para la Defensa de los Derechos Humanos y la Policía Nacional Civil que nacieron con fallas de origen. Dentro de la casa llamada El Salvador ‒cuya sala adornaron con bonitas fotos de estas instituciones‒ le hicieron espacio a la exinsurgencia convertida en partido político, pero las mayorías populares continuaron viviendo a la intemperie.

Los militares se acurrucaron durante unos meses, pero al año y medio de aquel 16 de enero de 1992 los empezaron a sacar tímidamente de sus cuarteles para patrullar con la novata corporación policial; ahora, cercan con miles de soldados allá donde habita el hambre para capturar tres o cuatro jóvenes “perfilados” como mareros, aunque no hayan cometido delito alguno.

Así las cosas, de lo que terminó siendo un incestuoso y corrupto maridaje político partidista en nuestro país, fue engendrado el modelo autoritario que en el marco de un primer quinquenio constitucional estableció las bases para que ‒a partir del 1 de junio del presente año‒ su líder comenzara a consolidarse como dictador. Mientras tanto, con Donald Trump más agrandado que nunca a la cabeza y aunque esté a la baja, el imperio gringo continuará siendo “el gran hermano”. Bukele tendrá que ver, pues, cómo juega sus cartas con este y con el chino.