A estas alturas de la historia, parecería obvio e innecesario recordar que fue con la abolición del absolutismo que ejercía el rey, monarca todopoderoso que sin discusión y a su antojo controlaba todos los asuntos del Estado, la que dio paso al ejercicio -a veces solo teórico-, de ejercer el poder desde la ciudadanía; constituyendo así los distintos poderes del Estado (Legislativo, Ejecutivo y Judicial). Estas instancias dieron cuerpo a la aspiración de construir un estado democrático de derecho en el que puedan operar diferentes poderes públicos claramente diferenciados, tal como lo concibió Montesquieu en el siglo XVIII, con el objetivo -a veces utópico- de alcanzar un sistema más justo y equitativo en el que el ejercicio del poder idealmente esté bajo el control de diferentes instituciones públicas y la férrea independencia desde el mismo marco Constitucional, y el desarrollo de leyes que aseguren el funcionamiento soberano y de contrapesos. Resta asegurar una suficiente cultura, organización y conciencia ciudadana capaz de evitar o restaurar la ruptura de ese equilibrio.

El periodo en el que la sociedad salvadoreña pudo asomarse y divisar el objetivo democrático de construir independencia entre poderes del Estado, inició con la firma de los Acuerdos de Paz que pusieron fin a la guerra civil y propiciaron una apertura democrática al pluralismo político, la libertad de expresión y organización, formando nuevos partidos políticos (FMLN). Esto dio paso a un espacio legislativo de ejercicio de oposición político-partidaria; abundó la crítica; hubo una mayor articulación legislativa con las organizaciones sectoriales, gremiales, comunitarias y sociales de toda naturaleza por veintisiete años (nueve legislaturas 1994-2021), en los que el debate fue agrio y polarizado y de propuestas encontradas. Bajo esas condiciones germinaron algunas formas de control rudimentario sobre el poder Ejecutivo. Hubo negociaciones parlamentarias legítimas, propias del entendimiento y contrapeso entre poderes del Estado; aunque también hubo componendas entre partidos políticos, e irracionales bloqueos que minaron las posibilidad de construir acuerdos de Nación, deslegitimando y desacreditando el ejercicio parlamentario.

Fue durante la última legislatura de aquel periodo (2018-2021), en la que Bukele siendo presidente asaltó el palacio legislativo con unidades del Ejército, aquel 9 de febrero de 2020, rememorando grotescas imágenes de dictaduras de antaño que nuevamente dieron la vuelta al mundo; iniciando así el desmontaje de logros democráticos e institucionales de los Acuerdos de Paz, que propiciaron el contexto democrático de su mismo ascenso al poder. Esa conducta antidemocrática develó su naturaleza autoritaria, afirmada un año después, cuando asumiendo el control absoluto de las mayorías legislativas, asaltó al siguiente poder del Estado: la Corte Suprema de Justicia, deponiendo ilegalmente a la Sala de lo Constitucional, colocando magistrados afines y dóciles a sus planes; mismos que luego rompieron la Constitución habilitando la reelección presidencial de Bukele. Acto seguido, desmanteló el Ministerio Público imponiendo ilegalmente un nuevo fiscal general que no estorbara sus designios.

El descalabro institucional del país toca fondo en los excesos y escándalos del otrora poder legislativo, la punta de un “iceberg” de inoperancia por la eliminación de la mayoría de las comisiones de trabajo legislativo, que pasaron de 23, a únicamente 8. Un Plenario en el que ya no existe debate ni estudio de iniciativas de ley, pues estas llegan “cocinadas” desde el Ejecutivo, son aprobadas de manera exprés y automatizada, sin conocimiento previo y con dispensas de trámite. Legisladores convertidos en simples tramitadores, más preocupados en proyectar una imagen artificial a semejanza de su todopoderoso mentor, sin capacidad de ejercer su función constitucional con eficiencia, eficacia, probidad y transparencia; castrados para ejercer control sobre el resto de los poderes e instituciones del Estado.

Sin embargo debe reconocerse que estos celestes padres y madres de la patria han desarrollado extraordinarias habilidades para “pushar”, “retuitear”, “likear” y “selfiar”; para las que no necesitan expertos juristas, economistas, agrónomos, tributaristas, municipalistas, educadores o salubristas; más bien, han contratado todo un ejercito de “asesores” y “asesoras” de imagen, community managers, creadores de contenido, fotógrafos, camarógrafos, diseñadores gráficos; con exorbitantes salarios que insultan los precarios ingresos con que sobrevive la mayoría de la población.

La ausencia de transparencia en la publicación de información obligatoria sobre estas plazas y contratos todavía no permite profundizar en los grados de nepotismo y otras ilegalidades. Sin embargo, la acción de un grupo de hacktivistas ha revelado al menos la punta del iceberg. Es cuestión de tiempo para conocer el resto.