El mal llamado Socialismo del Siglo XXI, fue un proyecto histórico que apareció una vez sucumbido el comunismo con la destrucción del muro de Berlín por parte de los berlineses orientales, y el desgano de las autoridades en 1989, y luego con la posterior disolución por inercia, el 21 de diciembre de 1991, de la Unión Soviética.

Así como se evidenció su fracaso como proyecto alternativo al comunismo estatista, cuando falleció Chávez en La Habana un día de diciembre del 2012, aunque lo enterraron en Caracas en marzo del 2013. Lo que no murió fue su brazo armado de dólares, fusiles y delincuentes, que llegó  hasta el corazón de Europa y Nueva York. En Londres ofreció y cumplió, venderles combustible para sus buses con  un descuento del 20%. Y en Nueva York combustible gratis para subvencionar el coste de la calefacción en invierno, aparte de comprarle y regalarle un templo a una Iglesia comprometida con su proyecto.

Y ese fantasma recorrió nuestra América hispana, el mal llamado Socialismo del Siglo XXI, hasta el presente; solo después de 25 años desde que inició su proyecto anti estadounidense y antidemocrático en el 2001, tan similar al de la extinta Unión Soviética y al criollo castrismo inexplicablemente existente aún, cuando comienzan a vislumbrase algunos rayos de luz democrática.

El error de la generación que le tocó a Venezuela enfrentar esa siniestra ideología, fue no entender o asumir el talante de lo que  enfrentaba, partiendo de la falsa premisa que el juego era como cuando existían aún los decadentes partidos que fundaron la democracia en 1958, al no asumir que el adversario no era en esencia democrático ni creía en partidos, tampoco en la economía de libre mercado, la libertad opinión, la separación de los poderes republicanos ni en el estado de derecho en democracia.

Detrás de Chávez y su proyecto nacional y continental (El Salvador conoce muy bien de esto) no solo se encontraba quién él mismo llamó su padre, Fidel Castro, sino los islamitas radicales del Medio Oriente y su proyecto de destrucción de los valores políticos y culturales de la llamada civilización Occidental, que no son otros que los valores judeo cristianos llevados a la “cosa publica”.

La generación venezolana del 98, en términos generales, no estuvo a la altura de las circunstancias históricas. No a la altura de aquella del 28, que enfrentó a Gómez y sembró las raíces de la democracia en Venezuela; tampoco a la de los años sesenta que le dio finalmente contenido al Estado de Derecho democrático, a la caída de Marcos Pérez Jiménez en 1958.

El kirchnerísmo en Argentina, el correísmo en Ecuador, Petro, Maduro, Lula, Ortega, cada uno con su particularidad, tiene un solo objetivo: la destrucción y sustitución del estados democráticos, que si bien no han alcanzado totalmente sus objetivos, se encuentra siempre en la búsqueda de la corrección y la perfectibilidad conceptual y vivencial, que pasa por el respeto absoluto de los Derechos Humanos, el control y trasparencia de la administración pública, y la estricta separación de los poderes públicos.

Frente a esa oferta vivencial, se encuentran las autocracias antidemocráticas en sus diferentes expresiones, llámense Irán, Nicaragua, Venezuela, Cuba, Siria o Rusia, dispuestas y activas, en todas sus expresiones, a echar de la historia política de las naciones el concepto y vivencias de las democracias representativas existentes, con sus valores occidentales.

Si algún país de la región conoce y sufrió de estas excluyentes autocracias ideológicas fue El Salvador. No se conoce el número exacto de las víctimas provocadas durante su largo período de guerra interna, cuánto daño material produjo, cuántos mutilados físicos y espirituales dejó, cuantos delincuentes de toda índole dejaron, cuanto capital se fugó y cuanto se atrasó su sistema educativo, que hoy apenas 30 años después se reinserta en la comunidad de naciones que en libertad, reestructura su economía, su sistema educativo, su riqueza nacional con posibilidades reales de desarrollo estable y sostenido en democracia real y funcional.

En nuestra degradada Venezuela no hay ya tiempo, lugar ni disposición a diálogo o negociación alguna con el cartel internacional del crimen organizado instalado, en Fuerte Tiuna y Miraflores. Se ganó una elección, no se entregó el poder. El pueblo, el soberano, el elector lucha de nuevo  por rescatar su realidad republicana y democrática de las garras de una organización criminal y antinacional que se niega una vez más entregar un poder público que no le pertenece. Dudar es perdernos. Esta vez no habrá tregua, negociación ni transición compartida.

* Juan José Monsant Aristimuño es diplomático venezolano, fue embajador de su país en El Salvador.