La historia, la geografía y el tamaño de los países centroamericanos hacen que la integración sea no solo conveniente, sino necesaria para enfrentar desafíos comunes y aprovechar oportunidades que difícilmente podrían gestionarse de forma individual. Sin embargo, como señala el politólogo costarricense Rodolfo Cerdas, la consigna casi siempre ha sido: "ir solos cuando se puede y unidos cuando se necesita".



A pesar del predominio de ese enfoque errático, hubo momentos clave en los que se apostó seriamente por la integración. El más relevante ocurrió entre 1950 y 1979, en el contexto del modelo de industrialización por sustitución de importaciones (MISI), que utilizó a la integración regional como una de sus principales estrategias. Concretamente, se creó una zona de libre comercio acompañada por un arancel externo común escalonado, protegiendo la naciente industria regional y facilitando el acceso a insumos clave. Este binomio —MISI e integración— logró avances notables: crecimiento económico, diversificación productiva, ampliación de mercados, expansión de infraestructura y fortalecimiento del empresariado, aunque con resultados dispares entre países.

Ese proceso se interrumpió en los años ochenta, debido a las crisis económicas y los conflictos armados internos. Aunque formalmente se mantuvo el Tratado General de Integración Económica, todos los países lo incumplieron, perdiéndose buena parte de lo avanzado. Lo único rescatable de esa década fueron los acuerdos de pacificación regional, como Esquipulas I y especialmente Esquipulas II (1987), que también fue fundamental para reactivar el proceso de integración económica regional.



Esta decisión de reactivar el proceso integracionista, sin embargo, se dio en pleno auge del modelo neoliberal, cuyo objetivo principal consistía en lograr tasas de crecimiento altas y sostenidas basadas en la ampliación y diversificación de exportaciones intensivas en el uso de mano de obra. En consecuencia, el papel de la integración ya no consistía en asegurar un mercado mínimo y cierta protección a las industrias regionales, sino en facilitar su inserción en los mercados globales. La lógica era simple: estimular y atraer inversión ofreciendo bajos costos, acceso a mercados ampliados y seguridad jurídica. En este nuevo contexto, los países también firmaron múltiples tratados de libre comercio, pero no como unión aduanera, con socios como México, Estados Unidos, Canadá, la Unión Europea, Chile, entre otros.

Aunque hubo un auge del comercio intra y extrarregional, la promesa del "regionalismo abierto" pronto perdió su encanto al no generar los resultados esperados. El crecimiento fue desigual, la transformación productiva insuficiente y los beneficios mal distribuidos. Paralelamente, nuevos desafíos desplazaron el eje económico de la agenda integracionista: narcotráfico, violencia organizada, cambio climático y migración masiva.

En el caso específico de los países del norte de Centroamérica (El Salvador, Guatemala y Honduras), las variables más dinámicas no fueron la inversión ni las exportaciones, sino las importaciones, la emigración y las remesas. Como resultado, al menos el 15% de la población originaria de estos países reside hoy en Estados Unidos, según estimaciones conservadoras basadas en encuestas complementarias al Censo de ese país. Además, en todos ellos, las remesas representan más del 20% del PIB y, en vez de ser economías exportadoras de bienes intensivos en el uso de mano de obra, se han convertido en economías de servicios sostenidas por el consumo y el envío de dinero desde el exterior.

Pero ahora, este modelo económico sustentado en el binomio migraciones-remesas enfrenta una amenaza directa. Las políticas antiinmigratorias del segundo mandato de la Administración Trump —intensificación de deportaciones, restricción de derechos a inmigrantes indocumentados, suspensión de programas humanitarios y hasta un impuesto del 3.5% a las remesas— podrían socavar su principal sostén: la migración continua y la estabilidad del flujo de recursos desde el extranjero.

Frente a esta coyuntura, los países del norte de Centroamérica no pueden seguir aplazando una transformación de fondo. La prioridad debe ser construir economías capaces de generar suficientes trabajos decentes (estables, mediados por contratos, con acceso a redes de seguridad social y con salarios suficientes para garantizar una vida digna). Una opción viable y urgente es avanzar hacia una auténtica subregión económica integrada, que combine esfuerzos para desarrollar capacidades productivas, operar en red, ampliar y mejorar su infraestructura de transporte y logística y posicionarse como un nodo estratégico en las cadenas globales de valor.

Esto exige abandonar la retórica integracionista y asumir el compromiso político de avanzar —de forma gradual, pero con firmeza— hacia una unión aduanera efectiva, un mercado común funcional y, a mediano plazo, una unión económica sólida.

Si se camina en esta dirección, el endurecimiento de las políticas migratorias de Estados Unidos podría ser el punto de inflexión que nuestros países necesitaban para romper con la dependencia estructural de las migraciones y las remesas, y apostar, por fin, a un modelo de desarrollo propio, sostenible y centrado en la dignidad, el trabajo y el bienestar de su gente.

• William Pleites es director de FLACSO El Salvador