Para escribir mi comentario semanal, ahora recurrí a la asesoría ‒no podría llamarla de otra manera‒ de un buen pastor y además buen amigo. Dicho en tres palabras: un buen cristiano. “¿Adónde puedo ubicar el pasaje bíblico sobre los ídolos con pies de barro?”, le pregunté. Me remitió al segundo capítulo de “El Libro de Daniel”, en el cual se narra aquella puesta en escena en la que este le adivina a Nabucodonosor –rey de Babilonia– un sueño que tuvo; sueño que, además, debía interpretárselo bajo amenaza de muerte. Se trataba de la escena de la enorme estatua con cabeza de oro, brazos y pecho de plata, vientre y muslos de bronce, piernas de hierro y pies también de hierro pero mezclados con barro. Una piedra inmensamente grande rodó por sí sola desde una montaña, impactando a estos últimos; así fue derribada la efigie que quedó hecha polvo y el viento lo dispersó sin dejar rastro.



Nabucodonosor llegó a sentirse todopoderoso y se ufanaba de ello; por eso fue castigado por Dios, al punto de cruzar la frontera de la cordura para instalarse durante siete años en la locura de sentirse animal y alimentarse con zacate. “Pero cuando se llenó de soberbia, y actuó terca y orgullosamente –se lee en otra parte del citado libro– se le quitó el poder y la gloria que tenía como rey. Fue apartado de la gente y se convirtió en una especie de animal; vivió con los asnos salvajes, comió hierba como los bueyes y el rocío empapó su cuerpo”.

Según me explicó mí referido asesor, a quien consulté desde mi ignorancia por ser él buen conocedor de los textos sagrados, este relato debe asociarse con la fragilidad de ciertos personajes “divinizados”. Enloquecidos con el poder temporal sobre el cual se sostienen, no caen en la cuenta de están mal apuntalados debido a la nada confiable solidez de la mezcolanza que moldea sus patas: la propaganda engañosa, la represión y el miedo. Así, terminan siendo criminales mentirosos. De ahí deriva, me aseguró, su consiguiente inconsistencia alimentada e incrementada por las injusticias que cometen y su nulo temor al Creador. Esto último ocurre, aunque pronuncien en vano su nombre y violen así ‒entre otros tantos‒ uno de los diez mandamientos entregados a Moisés.



Pero los ídolos con pies de barro no existirían si no hubiese idólatras. Y según el Diccionario de la lengua española, al que siempre recurro cuando es necesario respaldar con fundamento mis afirmaciones, el término idolatría viene del latín tardío “idololatrīa” que a su vez se deriva del griego “eidōlolatreía”; este último ‒en “cristiano”‒ significa por un lado la “adoración que se da a los ídolos” y, por el otro, el “amor excesivo y vehemente a alguien o algo”.

Así son y actúan las personas fanáticas, que se dan a montones cuando los astros se alinean para configurar tal escenario. Uno de los ejemplos más terribles de eso lo constituye el arribo de Adolfo Hitler al poder. Este no llegó hasta donde llegó mediante un golpe de Estado, una revolución o por el voto directo de la población. Su partido, el Nacional Socialista, arrancó siendo una minucia política durante la década de 1920 pero fue tomando fuerza y consolidándose a partir de 1930 en el marco de una gravísima crisis económica y política que provocó desempleo, pobreza y hambre en un país imperial que inició la Primera Guerra Mundial y terminó perdiéndola.

El descontento notable y generalizado fue aprovechado por este despreciable individuo hasta llegar a convertirse primero en canciller y, luego de preparar el terreno, en el dictador nazi responsable del Holocausto que debería ser bien conocido por toda la humanidad para no ser repetido. Sin embargo, hoy en día hay quienes siguen sus pasos; lo que ocurre en Gaza, es un terrorífico y nefasto ejemplo.

Pero, además, han existido otros especímenes en el mundo que se aprendieron muy bien ese manual para convertirse en déspotas declarados o poco mal disimulados. De estos sigue habiendo en nuestra América del norte, central, del sur y caribeña.

Pero por la gravedad de sus acciones, la torpeza al realizarlas y el descaro impune que parece disfrutan creyéndose parte de una especie sagrada e intocable, caerán como la estatua en el sueño de Nabucodonosor. La gran roca que chocó con esta y se transformó en tremenda elevación, deberá ser moldeada por maestros de obra que tengan claro para qué debe servir: para hacer temblar y derribar, desde la organización de la población que sufre por sus desmanes, a esos soberbios ídolos con pies de barro sin importar su talla actual.