Daniel Ortega y Rosario Murillo, como suele pasar a los déspotas atrincherados, han perdido finalmente uno de los más elementales sentidos políticos: el de las proporciones. La sola posibilidad de verse fuera del gobierno es una nube negra que les amenaza desde abril de 2018, cuando el hartazgo ciudadano se expresó como nunca en las calles y plazas de las principales ciudades de Nicaragua exigiendo libertad. A partir de ese momento, por medio de la más grosera represión, este matrimonio de impresentables ha hecho todo lo posible por acumular poder.
Después de sacar del camino a las figuras políticas que podían hacerles sombra, los Ortega-Murillo han ido también tras los liderazgos sociales que se han atrevido a criticarles. Voceros gremiales, obispos católicos, representantes de organizaciones no oficiales, miembros de alianzas cívicas y toda persona susceptible de ser calificada de “opositora” o “conspiradora”, han terminado tras las rejas o en el exilio. Incluso aquellos empresarios que, por cuidar sus negocios, mantener su estatus o simplemente evitarse problemas, alguna vez fueron cómplices activos o pasivos del régimen, hoy pagan carísimo la deuda de valentía y coraje que adquirieron —a cambio de migajas— con su patria sangrante.
Por supuesto, cuando todos los límites se han cruzado, la tragedia política de un país bordea irremediablemente la comedia. Y el matrimonio Ortega-Murillo está poniendo en escena, desde Nicaragua, la gran tragicomedia hispanoamericana de nuestra época. No hay capacidad de asombro que esta dupla delictiva no haya desafiado. El mero hecho que estén en el poder haciendo pareja, en calidad oficial de marido y mujer —compartan o no el lecho conyugal—, es en sí mismo un desafío a cualquier revisionismo histórico global de las tiranías. Lo del orteguismo es ya ridículo, esperpéntico, grotesco.
Las reformas constitucionales aprobadas perrunamente por el Parlamento que controla el oficialismo, hace unos días, han reestructurado por completo el sistema político del país. Bajo el retórico nombre de Ley de Protección de los Nicaragüenses ante Sanciones y Agresiones Externas, el sandinismo, de vuelta desde 2007, ha afectado un centenar de artículos de la Constitución vigente, incluyendo la reelección indefinida del mandatario, la creación de los gaseosos cargos de “copresidente” y “copresidenta” para Daniel y su señora, y la tácita eliminación de la separación de poderes. En un alarde de paroxismo totalitario, los Ortega-Murillo han llegado al colmo de elevar la bandera rojinegra del partido oficial al rango de “símbolo patrio”.
Por supuesto, en compañía del chavismo-madurismo venezolano, el desprestigio de la dictadura nicaragüense no puede ser más profundo. Quemó sus naves hace tiempo con la gran mayoría de la población; ahora confirma que su paranoia es irrefrenable, extravagante y caricaturesca. Sacerdotes “armados” con rosarios, asediados en sus casas por policías con fusiles y pistolas, constituyen la imagen más ilustrativa de la degradación en que ha caído Daniel Ortega, otrora líder de una revolución triunfante contra la dinastía Somoza.
La actual versión del sandinismo, claro, aprendió pronto a generar sus propias formas de sostenibilidad. A través de una modalidad de corporativismo estatal, sin gremiales empresariales capaces de defender la institucionalidad y con una oposición política torpe y fragmentada, la dictadura solo tuvo que ir acallando a la prensa crítica para terminar de tejer su red de control. Sumado a lo anterior, el chorro petrolero venezolano se mantuvo en su apogeo durante el tiempo suficiente para consolidar un andamiaje de relaciones que el periodista Carlos Fernando Chamorro, ahora fiscalizador del régimen, llamó en su día “los actos de corrupción más grandes de Centroamérica” (hoy ya superados por otros vecinos).
¿Hasta dónde llegará este demencial experimento de nuevo cuño absolutista? Nadie puede vaticinarlo, si bien es claro que terminará mal. La ciudadanía nicaragüense se encuentra amedrentada, la oposición ha salido al destierro y los liderazgos occidentales dividen opiniones alrededor de las acciones oportunas a tomar. ¿Deslizará alguien al oído de la comunidad internacional que la opción de una alianza multinacional de intervención es urgente? ¿O se permitirá que tiranos como Ortega y Maduro sigan destruyendo impunemente las vidas de millones de personas? Veremos qué pasa en 2025.