Cerrando una entrevista que me hicieron en el marco de la reciente conmemoración del 35 aniversario de la masacre en la Universidad Centroamericana José Simeón Cañas (UCA), perpetrada por miembros del batallón Atlacatl perteneciente al ejército gubernamental, me preguntaron lo siguiente: si Ignacio Ellacuría –una de las ocho víctimas civiles y pacíficas producto de esa atrocidad– dijo que “con monseñor Romero Dios pasó por El Salvador”, ¿cómo calificaba yo a este jesuita?. Prácticamente sin pensar, respondí con estas escuetas palabras: “Fue uno de sus apóstoles”. Luego, desempolvando documentos para escribir esta columna me di cuenta que Jon Sobrino –también cura ignaciano, sobreviviente de ese terrible crimen colectivo por haber estado entonces fuera del país– en algún momento aseguró lo mismo con una formulación diferente: “no quedaba ninguna duda ‒sostuvo‒ de quién era el maestro y quién el discípulo, quién era la voz y quién era el eco”.



Los otros cinco apóstoles romerianos inmolados por el “monstruoso delito” de acompañar en sus sufrimientos y sus esperanzas al pueblo de Dios salvadoreño –representado por Julia Elba Ramos y su hija Celina, también asesinadas aquella sangrienta madrugada del 16 de noviembre de 1989– fueron Segundo Montes, fundador y director del Instituto de Derechos Humanos de la UCA; Ignacio Martín-Baró, fundador y director de su Instituto de Opinión Pública; Joaquín López y López, fundador y director de Fe y Alegría; Amando López, quien ejercía el sacerdocio en la comunidad Tierra Virgen, departamento de San Salvador; y Juan Ramón Moreno, profesor de Teología.

Los seguidores más cercanos de Cristo –Pedro, Pablo, Juan, Mateo, Lucas y el resto de sus colegas– fueron doce en total; en El Salvador no fueron únicamente esos seis clérigos masacrados ni el doble de estos quienes reconocieron como su pastor y acompañaron en su labor al cuarto arzobispo de San Salvador. Hubo más hombres y mujeres.



No es “santo de mi devoción” definitivamente, pero hay que mencionar uno de los pocos aportes –quizás el único– a la memoria histórica martirial del clero nacional por parte de monseñor José Luis Escobar Alas, actual cabeza de la arquidiócesis metropolitana: su segunda carta pastoral titulada “Ustedes también darán testimonio, porque han estado conmigo desde el principio”. Esta fue publicada en ocasión del cuadragésimo aniversario del sacrificio del también jesuita Rutilio Grande. A él se suman dos jerarcas católicos: Romero, ahora ocupando un sitio en los altares tras su canonización, y monseñor Roberto Joaquín Ramos Umaña siendo obispo castrense. Además de Ellacuría y sus cinco hermanos en la fe, también se incluyen otros diez clérigos y un seminarista ejecutados, un cura desaparecido y cuatro religiosas estadounidenses violadas sexualmente y balaceadas.

En un chispazo de lo que yo llamaría “lucidez romeriana” sumamente extraña si se examina lo que ha dicho y hecho de cara al régimen encabezado por Nayib Bukele, sobre todo al asistir a una toma de posesión de una presidencia fraudulenta e inconstitucional, Escobar Alas se refirió a todas estas personas asegurando que “fueron mártires, no porque comulgaran con una ideología, sino porque trataron de iluminar con la fe una realidad de dolor, de sufrimiento, de pobreza, de violencia, de injusticia, de opresión, de tortura, de marginación y de muerte”. Bien dicho.

Pero, ¿por qué sostengo que las mismas fueron apóstoles de nuestro santo patrono de los derechos humanos y de las víctimas de sus violaciones? Pues porque al acompañarlo antes de su magnicidio y seguir su ejemplo después del mismo, resultaron ser sus enviadas allá donde el pueblo sufría para llevarle un mensaje esperanzador: el de la “buena nueva” incluida en los documentos del Vaticano II y Medellín, junto al contenido de las homilías de ese buen pastor salvadoreño y –desde hace mucho– universal.

Hay quienes lamentan que ahora no existan obispos como él. Se equivocan. Lo lamentable más bien es, sin echarle la culpa por ello, la existencia de una población considerable que –harta de los Gobiernos anteriores– se entregó en cuerpo y alma a un “falso profeta” que encabeza uno igual o peor. Sobre “dos pilares” –afirmó Ellacuría sobre Romero– “apoyaba su esperanza: un pilar histórico que era su conocimiento del pueblo, al que él atribuía una capacidad inagotable de encontrar salidas a las dificultades más graves, y un pilar trascendente que era su persuasión de que Dios era un Dios de vida y no de muerte, que lo último de la realidad es el bien y no el mal”. Abajo y adentro, entre las mayorías populares, hay que recuperar esa “capacidad inagotable” mencionada para enfrentar a los hacedores del mal actual y procurar el bien para aquellas. No queda de otra.