“Wayward” (Incontrolables), la nueva miniserie de Netflix creada y protagonizada por el actor trans Mae Martin y la talentosísima Toni Colette, está rompiendo las reglas del juego televisivo. No solo se ha convertido en el título con temática queer y trans más visto en la plataforma, sino que también ha encendido un debate que va mucho más allá de la representación.
Lo que parece un thriller psicológico sobre un policía y su mujer, que se mudan a un pequeño pueblo dominado por una secta, termina por ser un retrato inquietante sobre cómo funcionan las instituciones que dicen protegernos y cómo la violencia puede camuflarse bajo discursos progresistas.
El personaje central, Alex, es un hombre transgénero, pero la serie no lo presenta como un gesto “extra” de diversidad.
Por el contrario, lo integra como un rasgo natural, sin convertirlo en el núcleo de la trama ni en un tópico de sufrimiento queer. Esa elección narrativa resulta profundamente política: rompe con el molde de tantas producciones que reducen a los personajes LGBT a su identidad de género u orientación sexual.
Aquí, lo trans no es una etiqueta, sino un punto de partida para hablar de masculinidad tóxica, poder y vulnerabilidad.
Lo más perturbador de "Incontrolables" es su capacidad de desmontar la idea de que la aceptación queer es, por sí sola, garantía de justicia. Tall Pines Academy, el internado donde ocurre gran parte de la historia, se muestra como un espacio que celebra la diversidad: anima a sus residentes a ser ellos mismos, sin castigos ni “terapias de conversión”.
Y sin embargo, bajo esa fachada progresista late una lógica de manipulación, abuso emocional y control absoluto. Martin, de 38 años, obliga al espectador a enfrentar una verdad incómoda: el respeto a la diversidad es apenas el piso mínimo, y aún dentro de entornos inclusivos pueden reproducirse dinámicas profundamente violentas.
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En esa tensión aparece uno de los giros más provocadores: Alex, un hombre trans con la moral más firme de la historia, es también un asesino. Su pasado de violencia —un padre abusivo y una experiencia marcada por la brutalidad policial— se filtra en cada una de sus decisiones, recordándonos que ninguna identidad está exenta de reproducir ideologías dañinas.
El mensaje es brutal: no basta con proclamarse progresista o diverso, la autocrítica constante y la empatía radical son las únicas herramientas para no repetir la violencia.
Al contrario de tantas ficciones queer que buscan dar un mensaje “positivo”, esta serie apuesta por la incomodidad. Es un thriller queer, trans y político que rehúye de los lugares comunes y se atreve a señalar la fragilidad de los discursos complacientes.
En un momento donde Netflix suele apostar por narrativas más seguras, Mae Martin entrega una serie ambigua y brutalmente honesta. Y ese riesgo parece estar funcionando: ya es la serie trans más vista del momento en la plataforma, y también una de las más debatidas.
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