La sanción impuesta por la FIFA a la Federación Salvadoreña de Fútbol (Fesfut), tras los actos de racismo ocurridos en el partido contra Surinam, no solo es un golpe económico de más de 62 mil dólares. Es, sobre todo, una vergonzosa llamada de atención para una sociedad que aún no asume plenamente su responsabilidad en la erradicación de la discriminación en el deporte.
Las declaraciones del jugador Shaquille Pinas, quien denunció insultos como “negros” y “monos” por parte de la afición salvadoreña, son dolorosas, pero también reveladoras. Revelan una normalización del racismo disfrazada de “pasión futbolera”, un comportamiento que no puede justificarse bajo ninguna circunstancia. El fútbol, como espacio de encuentro cultural y de representación nacional, debería ser sinónimo de respeto, no un escenario para que florezcan los prejuicios más retrógrados o los insultos más bajeros.
La respuesta de Fesfut y del Instituto Nacional de los Deportes (INDES), con su promesa de lanzar una campaña masiva contra el racismo, es un paso necesario, pero llega tarde y empujado por la presión internacional. Lamentablemente el daño ya está hecho y la imagen del país queda comprometida.
La multa económica, si bien debe ser dirigida a planes contra la discriminación, no es suficiente por sí sola. Lo verdaderamente urgente es un cambio de mentalidad que no se logra únicamente con campañas publicitarias o sanciones simbólicas como la reducción del aforo en el estadio. Es indispensable educar, concientizar y sancionar de forma clara, constante y contundente.
La Fesfut afirma que “el futuro de nuestro fútbol depende del comportamiento en los estadios”. Tiene razón. Pero ese futuro también depende de la honestidad con la que enfrentemos nuestros propios prejuicios. No basta con condenar los hechos; es necesario identificar las raíces del racismo y la xenofobia en nuestra cultura, y erradicarlas desde la base: en las escuelas, en las familias, en los medios de comunicación y, por supuesto, en los estadios.
La afición debe entender que su comportamiento no solo tiene consecuencias reglamentarias. También afecta el prestigio del país, la moral de los jugadores y la posibilidad de participar dignamente en competencias internacionales. La clasificación al Mundial de 2026 no puede construirse sobre insultos ni sobre la exclusión del otro.
El Salvador tiene la oportunidad —y la obligación— de demostrar que puede ser un país anfitrión digno, que respeta a sus rivales, sin importar su color de piel o su origen. La pasión por el fútbol no debe ser una excusa para el odio. Porque cuando el racismo entra a la cancha, el juego ya está perdido.