El pasado 28 de julio, Venezuela volvió a ser escenario de elecciones cuestionadas, de un monumental fraude electoral del que el régimen de Nicolás Maduro no pudo mostrar una sola acta. El desenlace es la toma de posesión -prevista para hoy- de Nicolás Maduro para un nuevo mandato presidencial, a pesar de las numerosas denuncias de fraude electoral. Este evento no solo refuerza la percepción de un régimen autoritario que se sostiene sobre la manipulación y la represión, sino que también profundiza la crisis de legitimidad que afecta al país desde hace años.



La comunidad internacional, encabezada por organismos como la Organización de Estados Americanos (OEA) y la Unión Europea (UE), ha condenado los resultados de los comicios, señalando la falta de garantías democráticas y la ausencia de observación electoral independiente. Mientras tanto, la oposición venezolana, debilitada por la persecución y la división interna, enfrenta enormes dificultades para articular una estrategia que permita enfrentar esta nueva imposición del chavismo en el poder.

La jornada electoral del 28 de julio estuvo marcada por irregularidades que van desde la coacción a los votantes hasta la manipulación directa de los resultados por parte del Consejo Nacional Electoral (CNE), controlado por el régimen. Además, el uso de recursos estatales para favorecer al oficialismo y la inhabilitación de líderes opositores claves han convertido estas elecciones en un simulacro de democracia, diseñado únicamente para perpetuar a Maduro en el poder.



Maduro asume en medio de una nación devastada: la economía está colapsada, con una inflación que sigue sin control; los servicios básicos como la electricidad y el agua son un lujo inalcanzable para muchos; y la diáspora venezolana continúa creciendo, dejando atrás una nación que alguna vez fue próspera. A pesar de estos indicadores, el régimen sigue apostando por la retórica del enemigo externo, responsabilizando a las sanciones internacionales de una crisis que en realidad es el resultado directo de su mala gestión y corrupción.

El gran desafío para la comunidad internacional ahora es decidir cómo actuar frente a este nuevo golpe a la democracia. Las sanciones y condenas han demostrado ser insuficientes para presionar al régimen, que ha logrado mantenerse gracias al respaldo de aliados como Rusia, China e Irán. Sin embargo, es evidente que cualquier solución pasa por una mayor unidad de los países democráticos para ejercer presión diplomática y económica, así como un renovado compromiso con el pueblo venezolano, que sigue luchando por recuperar su país.

Por su parte, la oposición venezolana enfrenta el reto de superar sus divisiones internas y reenfocar su lucha en un objetivo común: el restablecimiento de la democracia. Esto requiere no solo de unidad y liderazgo, sino también de una estrategia clara y sostenible que combine movilización interna, articulación internacional y propuestas concretas para el futuro del país. Hay que destacar por supuesto la figura gigantesca de María Corina Machado y del candidato presidencial ganador, Edmundo González.

La usurpación, el fraude, la dictadura, el narcoestado, todo eso se impone hoy por la fuerza de las armas en Venezuela. Pero la toma de posesión de Maduro no debe ser vista como el fin de la esperanza, sino como un recordatorio de que la lucha por la libertad y la democracia en Venezuela sigue vigente. Cada vez son más las voces que se alzan dentro y fuera del país, exigiendo un cambio. La pregunta es cuánto tiempo más podrá un régimen autoritario resistir la presión de un pueblo que, pese a las adversidades, sigue soñando con una Venezuela libre y democrática.