Las cifras de quemaduras por pólvora registradas en los últimos días en El Salvador vuelven a encender una alarma que se repite cada diciembre: la normalización del riesgo en nombre de la tradición. Al menos 34 personas lesionadas en apenas dos días —con menores de edad entre las víctimas— no es un “daño colateral” aceptable, sino el reflejo de una falla colectiva que involucra a autoridades, comerciantes y familias.

La quema de pólvora, especialmente en momentos simbólicos como la medianoche navideña, se defiende como herencia cultural. Pero ninguna tradición debería justificar lesiones en el rostro y el torso, traslados de emergencia ni la exposición de niños a artefactos diseñados para explotar. Cuando la celebración termina en salas de emergencia, algo está profundamente mal.

El marco legal existe: hay productos pirotécnicos permitidos y otros claramente prohibidos por su peligrosidad. Sin embargo, la brecha entre la norma y la práctica es evidente. Si entre el 60 % y el 80 % de la población compra pólvora, ¿dónde están los controles efectivos de venta? ¿Cómo circulan, año tras año, artefactos prohibidos sin consecuencias reales? La permisividad, la fiscalización insuficiente y la tolerancia social crean un cóctel explosivo —literal y figuradamente— que se cobra víctimas previsibles.

La responsabilidad no recae solo en el Estado. En los hogares se toman decisiones: permitir o no que niños manipulen pólvora, comprar productos de alto riesgo, encenderlos en espacios reducidos o concurridos. La educación preventiva ha sido insuficiente y, a menudo, llega tarde. Campañas que se limitan a advertencias genéricas no compiten con la presión cultural ni con la disponibilidad del producto.

Urge un cambio de enfoque. Primero, controles estrictos y sostenidos a la venta y distribución, con sanciones ejemplares para quienes comercian productos prohibidos. Segundo, campañas de prevención basadas en evidencia, dirigidas a padres y cuidadores, con mensajes claros sobre riesgos reales y consecuencias. Tercero, alternativas comunitarias seguras para celebrar —eventos controlados, pirotecnia profesional o expresiones culturales sin explosivos— que permitan mantener el espíritu festivo sin poner en peligro vidas.

Celebrar no debería doler. Cada quemadura evitable es un recordatorio de que la tradición, sin responsabilidad, se convierte en negligencia. El país puede —y debe— elegir fiestas que iluminen sin quemar.