La reciente decisión de Fitch Ratings de reafirmar la calificación soberana de El Salvador en ‘B-’ con perspectiva estable debe leerse como un reconocimiento a los esfuerzos del gobierno por encauzar sus finanzas públicas, pero también como un recordatorio de los límites estructurales que aún constriñen la credibilidad económica del país.



El acuerdo con el Fondo Monetario Internacional (FMI) marca un punto de inflexión. El programa de Facilidad Extendida no solo implica un alivio financiero de 1,400 millones de dólares, sino que también sienta las bases para una reforma estructural más profunda. La disciplina fiscal, la mejora en la gobernanza y una mayor sostenibilidad del sistema de pensiones no son solo condiciones impuestas: son reformas largamente postergadas que el país necesita con urgencia.

La reducción del déficit fiscal al 4.4% del PIB en 2024 y su proyectada disminución hasta el 2.1% en 2026 muestran un compromiso palpable con la consolidación fiscal. El hecho de que se vislumbre financiamiento adicional por hasta 2,200 millones de dólares sin necesidad de emitir deuda nueva en los mercados internacionales es una noticia positiva en un entorno global aún incierto.



Sin embargo, no se debe perder de vista la otra cara del informe. La deuda pública, en torno al 87% del PIB, sigue siendo alarmantemente alta para un país con la calificación crediticia de El Salvador. La carga por intereses, que absorbe más del 17% de los ingresos del gobierno, reduce el margen de maniobra para inversiones sociales y económicas. Este es el precio de años de desorden fiscal, decisiones improvisadas y un uso político del endeudamiento.

El Salvador necesita construir una trayectoria fiscal y económica sostenible no solo sobre la base de acuerdos con organismos multilaterales, sino sobre un compromiso más amplio con la estabilidad institucional, el respeto a los contratos y la confianza del inversionista. Solo entonces podrá aspirar a algo más que la supervivencia financiera.