El reciente informe de la Organización de Mujeres Salvadoreñas en Paz (Ormusa) no solo revela un alarmante aumento del 88 % en los casos de cáncer de mama en El Salvador entre 2020 y 2024; desnuda, además, las profundas desigualdades que aún marcan el acceso a la salud en el país. Detrás de cada número hay un rostro, una historia, una vida suspendida entre el miedo y la esperanza.

Las estadísticas del Ministerio de Salud son el reflejo de una doble realidad. Por un lado, el aumento de diagnósticos podría sugerir una mayor conciencia sobre la importancia del control médico; pero por otro, muestra las grietas estructurales del sistema: apenas 17 mamógrafos para más de tres millones de mujeres, un acceso limitado a radioterapia fuera de la capital y listas de espera que pueden marcar la diferencia entre la vida y la muerte. La inequidad, más que la biología, sigue siendo una de las principales causas de mortalidad. Es necesario invertir más en prevención y detección.

Frente a esa precariedad institucional, emergen ejemplos de fuerza y solidaridad que reescriben el sentido de la palabra “lucha”. Ana Marta Najarro, Leiden Cáceres y Wendy Maldonado encarnan el rostro humano del cáncer, pero también el de la resiliencia colectiva. Desde el voluntariado, el acompañamiento emocional y la educación sobre el autoexamen, estas mujeres transforman su dolor en servicio. Ellas, más que las cifras, son las verdaderas políticas públicas vivientes: promueven prevención, esperanza y comunidad allí donde el Estado aún no llega.

La historia de Bessy Tobar suma una dimensión inspiradora a este panorama: la de quien convirtió la adversidad en propósito. Su emprendimiento, que une la estética y la medicina biológica, no solo reivindica la belleza como una forma de sanar, sino que también recuerda que la salud emocional y física no pueden tratarse por separado. Su experiencia demuestra que el cáncer puede destruir tejidos, pero también puede reconstruir vidas.

En este contexto, el Día Mundial contra el Cáncer de Mama y el mes de octubre en el que enfatizamos esta temática no debe reducirse a un lazo rosado o a un eslogan publicitario. Es una llamada urgente a políticas de detección temprana efectivas, inversión en equipos médicos, descentralización de tratamientos y apoyo integral a las pacientes. La lucha contra el cáncer no termina con la quimioterapia; empieza con la equidad, la educación y la empatía.

El cáncer de mama no discrimina, pero el acceso a la salud sí. Por eso, mientras las mujeres sigan enfrentando solas el costo del diagnóstico o la angustia del tratamiento, el país seguirá en deuda. La verdadera victoria será el día en que ninguna salvadoreña tenga que elegir entre sobrevivir o endeudarse, entre tener esperanza o resignarse. El lazo rosa debe ser más que un símbolo: debe ser un compromiso nacional.